Tribuna

Pablo Gutiérrez-Alviz

Habla del silencio

En el teatro de la vida, la tragedia de la muerte exigiría, en principio, un respetuoso silencio, como "sombra y ceniza de las palabras"

Habla del silencio Habla del silencio

Habla del silencio / rosell

En su reciente discurso de ingreso en la Real Academia Española el dramaturgo Juan Mayorga ha tratado con amena erudición el tema del silencio en el teatro. Resulta paradójico que en la catedral de la lengua (y la palabra) se trate del silencio. El nuevo académico hizo hablar al silencio: "frontera, sombra y ceniza de las palabras". En la historia del teatro no hay tragedia sin silencio. Y en la vida, la mayor tragedia es la muerte. Toda defunción implica un mutismo absoluto.

La muerte nos iguala a todos, al menos en ese silencio definitivo tras la última exhalación. Después, al mudo difunto, sin capacidad de respuesta, lo pueden someter a todo tipo de exposiciones en algún obituario, en las honras fúnebres religiosas o en alguna laica sesión necrológica.

El precipitado obituario del día del entierro se presta a que el autor, quien apenas podría conocer al fallecido, concluyese con el clásico y absurdo: era "buen amigo de sus amigos". Este mismo mes de mayo, con motivo de la muerte de Pérez Rubalcaba, han proliferado los artículos necrológicos en los que se elevaba a este líder socialista a los altares de la democracia. Conviene recordar que este veterano exministro fue un muy criticado titular de la cartera de Educación en la etapa final del presidente González y que, arteramente, nos trajo y mantuvo al nefasto Zp al frente del Gobierno. Eso sí, brilló como hombre de Estado en cuestiones antiterroristas y se opuso con rotundidad a Pedro Sánchez cuando intentó pactar con Podemos y los independentistas. Aseguran que dejaron de hablarse. Y el doctor Sánchez, como impostado amigo de su enemigo, firmó sin pudor un elogioso obituario en El País.

Los tradicionales funerales católicos son una excelente muestra de cómo el silencio del interfecto se rompe con las palabras del sacerdote. La religión puede confortar a los dolientes aunque, a veces, el cura deriva en su plática a facetas que ignora del finado y todo se complica. Recuerdo un funeral oficiado por un desconocido misionero repatriado que empezó a divagar suponiendo que el fallecido había sido un buen padre de familia, amante fiel de su esposa, de moral intachable, siempre sobrio y gran trabajador. Todas estas virtudes eran absolutamente ajenas al muerto. De hecho, un sobrino que llegaba tarde al funeral, al oír desde la puerta tal cúmulo de alabanzas, no llegó a entrar en la iglesia pensando que se había equivocado de entierro. No es extraño que al final de la misa algún familiar rompa también el silencio y tome la palabra, agradeciendo las muestras de condolencia y, de camino, deslice unas cuantas exageraciones sobre el finado que hay que dispensar como eximente por parentesco.

La versión laica y retardada del funeral religioso sería la sesión necrológica en la que algunos amigos y compañeros del interfecto disertan sobre sus bondades. El problema es que, en contadas ocasiones, este tipo de reunión puede degenerar en un ajuste de cuentas indirecto.

Tengo noticia de que un orador para ensalzar al difunto homenajeado se dedicó a difamar a otra persona a la que llegó a tildar de putero. Un indudable rencor personal le hizo apostillar que este amigo de las rabizas contrajo una severa enfermedad venérea que lo dejó discapacitado. Cuentan que a la salida del acto un sarcástico espectador conjeturaba sobre la causa de esta cruel animadversión. Descartaba el alcohol y la envidia por su riqueza o por su sabiduría; en consecuencia, decía que esta inquina solo podría deberse a que el propio interviniente se hubiera contagiado de la misma dolencia sexual por alguna transmisión inconfesable.

Un gran intelectual me ha comentado que le gustaría prohibir, incluso por vía testamentaria, que se celebrara en su honor ninguna sesión necrológica. Como mucho aceptaría un minuto de silencio. Y, por supuesto, que los asistentes se tomaran una copa de vino en su memoria.

El académico Mayorga recuerda que cuando Hamlet va a morir dice: "El resto es silencio"; y advierte de que sobre lo que no se puede hablar, mejor es callarse.

En el teatro de la vida, la tragedia de la muerte exigiría, en principio, un respetuoso silencio, como "sombra y ceniza de las palabras". Y nunca una salva de aplausos. No hay que rematar al mudo e indefenso finado.

P.S: Habla del silencio es un buen vino tinto extremeño, quizá el epitafio ideal para un parlanchín aficionado al morapio.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios