Tribuna

aLFONSO LAZO

Historiador

¿Humanismo o pingajillos?

¿Humanismo o pingajillos? ¿Humanismo o pingajillos?

¿Humanismo o pingajillos?

Hemos escuchado sostener recientemente que el hombre es un pingajillo de carne perdido en un rincón de la Vía Láctea; y hemos leído al pagano Celso burlarse de los cristianos comparándolos con ranas en torno a una charca croando llenas de orgullo: "Somos el centro del universo y el mundo a nuestro servicio". Las dos citas me recuerdan a Pascal, sólo que en sentido contrario, cuando escribe: "El hombre es una débil caña que la lluvia y el viento destrozan en un santiamén; pero mientras que la lluvia y el viento no saben lo que hacen y ni siquiera conocen la existencia de ellos mismos, el hombre es una caña que piensa y sabe que muere" (cito de memoria). Humanismo.

Un pingajillo, sí, aunque es el único ser del cosmos capaz de mirarlo y saber de su existencia, y esto, y su libertad única, lo convierten en el centro de la creación. Siempre me asombra que el autodenominado progresismo no crea en la libertad de la especie para progresar, porque cómo progresar si se es un pingajillo a la altura de una rana.

Para comprender la tesis de esta gozosa soledad del hombre en el espacio casi infinito los cristianos lo tienen más fácil y estan mejor pertrechados, pues les cabe invocar una trascendencia y poner su destino en el ser humano creado a imagen y semejanza del Logos, a imagen de la Razón según gusta traducir al Papa emérito Ratzinger. Es como si la Divinidad necesitase de los hombres para alcanzar la plenitud de la evolución creadora. Colaborar con ese proceso, que por fuerza supone la lucha contra el sufrimiento y la nada, sería lo bueno; entorpecer esa evolución causando daño, dolor y desorden sería la maldad y el pecado. Eso piensan los cristianos. Pero también aquellos humanistas ateos o agnósticos (intelectuales al modo de un Albert Camus, de un Pasolini, de un Miguel de Unamuno) que no pueden creer en trascendencia alguna, si bien aceptan la realidad de vida espiritual y libre propia de la persona, pueden aceptar con júbilo nuestra centralidad en el cosmos, gracias a la inmensa suerte de habernos tocado la lotería del azar evolutivo; y no una vez, sino miles de millones de veces seguidas hasta conseguir que la materia inerte se convierta en pensamiento capaz de crear conceptos como los de moral y virtud que no existen, ni pueden existir, en la naturaleza virgen cuya única ley es la del más fuerte. Curioso el ecologismo de los teólogos y moralistas de la Iglesia Verde que al igualar las ranas con el animal pensante niegan lo sobrenatural de éste y con ello el libre albedrío. Sin libre albedrío y sin escapar de la selva no tenemos más derechos que los derechos del caballo.

Curioso ciertamente, pues los devotos de la Iglesia Verde, de sus dogmas, de su culto y de sus inquisidores, todos ellos tenidos por progresistas, coinciden letra por letra con lo que fue el núcleo ideológico de la doctrina nazi para la que el mayor pecado que puede cometer la especie humana es romper con la sacra naturaleza (Puede consultarse al respecto una fuente histórica de inapreciable valor: Las conversaciones privadas de Hitler (Editorial Crítica, 2004). El derecho del tigre a comerse al cervatillo: ni moral, ni justicia ni libertad del tigre ni del cervatillo; el tigre se lo come por ser el fuerte y no hay más que hablar.

¿Pero existe hoy de verdad algún científico que no crea en el libre albedrío? Bergson se enfrentó al problema cuando a comienzo del siglo XX una buena parte de la comunidad científica estaba negando, siguiendo la herencia de Taine, la libre voluntad del ser humano; el vicio y la virtud, llegaba a sostener, no eran otra cosa que productos químicos como el vitriolo y el azucar. Bergson, pues, escribe que, en efecto, los actos verdaderamente libres son raros: el automatismo, las "circunstancias" de que habla Ortega y los hábitos influyen con un enorme poder sobre la toma de decisiones individuales. "Muchos viven y mueren sin haber conocido la verdadera libertad; pero en el momento decisivo -añade el filósofo francés-, cuando el acto va a producirse, nuestro yo, nuestro libre albedrío puede reaccionar y el acto previsto pasa e ser otro". Por mi parte, si un sabio no creyese en esta libertad sólo puedo imaginarlo inmóvil cual un autómata en reposo, quieto, en un rincón de la casa a la espera de que los productos químicos del cerebro y los chispazos de las neuronas les den la orden de empezar a escribir y le vayan dictando un erudito tratado sobre la no-existencia de la libertad humana. Casi cómico.

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