Tribuna

javier gonzález-cotta

Editor de Revista Mercurio

'Imago Mundi', últimos días

Manuscritos, esculturas, cuadros, libros, mapas, globos terráqueos y documentos de todo siglo se muestran en esta extraordinaria gavilla del conocimiento humano

'Imago Mundi', últimos días 'Imago Mundi', últimos días

'Imago Mundi', últimos días / rOSELL

En El silencio de los libros, su brillante opúsculo, George Steiner deslizó no pocas impertinencias sobre el libro, la escritura y el oficio, no siempre grato, de escribir. Las humanidades no humanizan, solía decir con no poca razón (más allá de la típica recurrencia a la alta cultura de algunos jerarcas nazis). Es la música y no la erudición libresca lo que hace alegre al mundo: cantar, bailar, danzar. Pese a la delicuescencia de Occidente, la vieja cultura europea sigue teniendo su primigenia luz en Atenas y Jerusalén, en Sócrates y en Jesucristo, aunque ninguno de ellos escribió libro alguno ni pensó, ni por asomo, en publicar nada.

Más que por la escritura, recuerda Steiner, el mundo adquiría vigencia de sí a través de la oralidad (cantares de gesta, leyendas artúricas, oráculos, druidas y chamanes). Cabría distinguir, además, entre el pensamiento gris, vinculado a la cerrada ecúmene de las bibliotecas, y el pastoralismo radical, cuyo reflejo sería el Emilio de Rousseau. Si el árbol del pensamiento germina con lascas de grises, el árbol verde, teñido de jugos, es el que da vida, fuerza y acción, lo que recuerda también a lo que decía Wordsworth: "El hálito de un bosque en primavera vale mucho más que toda la erudición libresca".

Dicho lo dicho, pareciera que pretendemos impugnar la estupenda exposición Imago Mundi, abierta hasta el 25 de febrero en la capital andaluza, y que ha sido preparada por la Universidad de Sevilla, a través de su ente cultural (Cicus), y de sus comisarios Luis Méndez Rodríguez y Luis F. Martínez-Montiel. La muestra viene a ser -y de ahí el latinazgo imago mundi- un formidable viaje por entre el asombro, el cálculo y la erudición, todo ello vertebrado a través del libro, entendido este como objeto, representación y compendio del saber universal.

Manuscritos, esculturas, cuadros, libros, mapas, globos terráqueos y documentos de todo siglo se muestran en esta extraordinaria gavilla del conocimiento humano. Todo lo que va, grosso modo, del símbolo veterotestamentario de la Torre de Babel, la magna erudición de San Isidoro de Sevilla (con el imponente retrato de Murillo), la Biblia de Gutenberg, el propio ejemplar Imago Mundi de Pierre D'Ailly (1480-1482), valiosas ediciones de Copérnico, Vitrubio o Palladio, el Aestronomicum caesareum de Apianus, más cierto número de obras más coetáneas acerca de lo libresco (caso de la curiosa alegoría del conocimiento infinito, obra de Nicolas Grospierre, que pareciera salida de los cuartos de maravillas del XVII).

En la sección La palabra revelada se muestra la obra varia que refleja lo que en tiempos representó el libro como soporte matérico de la divinidad. De ahí el lienzo de José de Ribera sobre San Jerónimo, padre de la Iglesia y autor de la Vulgata (traducción al latín de la Biblia hebrea y griega), y quien aparece acosado por la trompeta de una energía celeste.

Dijo Walter Benjamin que "no existe un solo documento sobre la civilización que no sea al mismo tiempo un documento sobre la barbarie". La frase adquiere su espacio en la sala titulada El control de la memoria. El naufragio de papel. Aquí se expone la contrapostal del humanismo, que no es otra que la destrucción y quema de libros. Del artista de la porcelana Edmund de Waal (autor de La liebre con ojos de ámbar y El oro blanco), se expone su obra Breath. Comparte sala con la célebre distopía de Bradbury Fahrenheit 451, los libros rajados de Anish Kapoor, los ejemplares baleados de Idoia Zabaleta, junto con la icónica fotografía del periodista Gervasio Sánchez, que muestra la destrucción de la Biblioteca de Sarajevo durante la guerra de Bosnia-Herzegovina (hace poco, bajo el reconstruido edificio, nos contó el propio Gervasio el azaroso pormenor que dio lugar al ya mítico documento).

Cabrían también en esta sala alusiones a todas las vastas destrucciones librescas de la historia. Desde el babilonio Nabonasar que en el 747 a. C. ordenó destruir todo documento que no hablara de él y de su familia, los libros que ordenara tirar a los ríos chinos Qin Shi Huang en el 213 a. C., la Biblioteca de Éfeso contra la que arrumbara Pablo de Tarso, el gran incendio de Bizancio del año 476 (ardieron 120.000 manuscritos), la destrucción de manuscritos persas por parte de los árabes en el año 640, así como la destrucción, entre otros bibliocaustos, de miles y miles de libros que los mongoles llevaron a cabo en la Gran Biblioteca de Bagdad.

El humanismo, como nos recuerda Imago Mundi, no se concibe sin el crimen que en silencio, oscuramente, lo habita.

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