Tribuna

Alfonso castro

Catedrático de Derecho Romano de la Universidad de Sevilla

Leyendo Cataluña con Maragall (1)

En Maragall está también el odio, o más bien la incomprensión, a Madrid y lo que significa para España: "Algo vivo gobernado por algo muerto"

Leyendo Cataluña con Maragall (1) Leyendo Cataluña con Maragall (1)

Leyendo Cataluña con Maragall (1) / ROSELL

Escribía el poeta catalán Joan Maragall en 1893 que la nueva generación sabía que había que hacer algo, pero que ante todo había que deshacer mucho. Es un poco ésa siempre la pulsión de la juventud -de cierta juventud- y nunca más cierta que en esta franja del espíritu y del tiempo humano la frase atribuida a Picasso ("todo acto de creación es un acto de destrucción"), que del arte puede aplicarse a la vida misma, también de las naciones. Un poco lo vemos hoy en día en la confusión empobrecedora entre asamblearismo y democracia que inflama a tantos jóvenes y no tan jóvenes; en el cuestionamiento de la autoridad, inane si lo es desde la ignorancia, porque no conduce a nada sino a la esterilidad y la derrota; en el entendimiento de que la ley no sirve para nada frente a lo que se decida en cada instante. No es este un problema específicamente catalán, sino universal, que percibimos en las aulas de la Secundaria y cada vez más en las universitarias, pero también en calles y plazas, despachos y salones, que ha convertido a un grupo de gobernantes elegidos democráticamente en secuestradores de las libertades de su propio pueblo. Nihil novum sub sole, aunque este sol nos hiera por razones obvias particularmente a los españoles. Las causas son profundas y van más allá de las que analicé por supuesto en un artículo de hace unas semanas entre los dos grandes modelos históricos de organización jurídico-política de democracia, y no pueden despacharse tampoco simplemente desde la asunción -irreal- del estado de enajenación en que supuestamente habría caído, fruto de la manipulación prestidigitadora, en tiempos recientes una parte substancial del pueblo catalán y de sus élites políticas y culturales. Una célula del problema arranca de antiguo y, como en el momento en que empezó a vibrar como un factor de energía a tener en cuenta en el escenario político español hace más de un siglo, vuelve a hacerlo ahora en una coyuntura de profunda crisis política y económica del país. Como si fuesen esas las condiciones ideales para el burbujear de la probeta.

Los paralelismos son estremecedores, pese a los ciento veinte años transcurridos y la obra del propio Maragall, amigo de Pijoan pero también de Unamuno, facilita un termómetro tan iluminador como desconcertante. Fueron sus palabras acto, como en puridad lo son todas las significantes, "carga de luz" para tantos poetas catalanes como Carles Riba, que supo destacar lo que significó civil y humanamente para Cataluña y el catalanismo. Sus percepciones esquemáticas a veces tocan fibras que vibran. En cada catalán "hay un anarquista" y no duda de que, por situación y vida industrial, es Cataluña, entre las españolas, la "más directamente tocada de los ambientes de civilización europea". Aman, por encima de cualquier otra cosa, los catalanes su libertad y son acostumbrados desde siempre al triunfo por el trabajo. (Nada habría que objetar a estos lugares comunes, salvo la comparación casi atmosférica que ahí no se nombra). En Maragall está también el victimismo (tiene Castilla los ministros, los generales, los jueces, los cimientos y puntales en fin "de la vieja patria española") y el mesianismo -por supuesto risueño-, pues a los españoles contestarán riendo que ellos son "los que hacen patrias nuevas". Pero también el ideal federal (desde luego asimétrico) y el sueño iberista; la distinción -que en sí misma contiene una peligrosa deriva- entre catalanes, algunos asimilados ya "a aquel elemento rígido del alma castellana", y el deseo de que Cataluña "ponga en el aire peninsular este ideal que llame a sí todas las libertades ibéricas". En él está también el odio, o más bien la incomprensión, a Madrid y lo que significa para España: "Algo vivo gobernado por algo muerto". Siempre la idea de la ciudad artificial, inflada, muerta de vida verdadera. Siempre la ligereza, la cerrazón madrileñas en la visión periférica. Siempre la media verdad, aquí muy bien dicha, del vacío momificado, a que no llega el aire marino, vivificante, límpido. Ni siquiera alcanzó a ver al pueblo madrileño al visitar la ciudad, "aletargado, aislado en aquella atmósfera" petrificada. No se agita siquiera; por no hacer, ni canta (difícil de creer), "hipnotizado por luchas de circo de otras edades". Es 1900 y le espanta lo que él llama "aquel inmenso esqueleto de un paisaje". Cuán distinto este no-Madrid, no ya al inolvidable de Galdós, tatuado de luz y movimiento, sino al estrictamente coetáneo de España contemporánea, pintado indeleblemente por Rubén Darío, lleno de teatros, gente, vida.

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