Losas del Sinaí Losas del Sinaí

Losas del Sinaí

La Historia o se cuenta entera o no es Historia, no es verdad y queda en mero sectarismo adoctrinador; por ejemplo, la Ley de la Media Memoria Histórica que para mayor impostura recibe en Andalucía el nombre de Memoria Democrática. Pero no es eso lo que quiero traer hoy aquí, sino lo que me ha inspirado la carta de un lector publicada no hace mucho en este mismo periódico (24-10-2017).

Se quejaba el remitente de que la recién aprobada Ley de Igualdad (LGTBI) obligue, en la asignatura de Historia de Secundaria, a presentar y explicar de manera positiva el movimiento de gais y lesbianas en defensa de sus derechos, y a que "en todas las asignaturas se incluyan ejercicios y ejemplos que contemplen la diversidad sexual y la diversidad familiar (…), mientras que la enseñanza de la religión la excluyen". Ciertamente la carta plantea un problema acerca de cómo entender las leyes y el significado de los Derechos Humanos.

En una de las cartas de Pablo de Tarso, el apóstol sostiene que Dios entregó la espada a los reyes para defender la justicia; y Tomás de Aquino enseñaba que el Derecho nace de la "voluntad de común de los hombres", de acuerdo con la ley de Dios. Vox populi vox Dei se decía en Europa en torno al año mil. Pero el problema consiste en que los dioses preceptores se han marchado y ya no legitiman derechos universales. Hemos roto las tablas de piedra del Sinaí y nadie tiene ahora autoridad para dictarnos acerca de lo justo y de lo injusto. Algunos de los teóricos de la democracia vieron pronto la dificultad.

En 1881 Wendell Holmes (The common law) escribía que a falta de una deidad la ultima ratio de las leyes y el Derecho "es siempre la voluntad del más fuerte", de modo que no caben principios morales de ninguna clase en ninguna legislación. "Esta realidad inexorable -continúa Holmes- es la que legitima la democracia: la voluntad de la mayoría imponiendo sus decisiones al margen del bien y del mal". Un poco espeluznante, pienso, pues el "más fuerte" puede llamarse un día Hitler o Stalin, y una mayoría que dicta sobre la moral puede suprimir inapelable la libertad de la minoría. Esto es lo que planteaba en el fondo la carta dirigida al director de este periódico; pues en el momento en que la mayoría democrática impida la libertad de expresión a la minoría habremos entrado en un sistema totalitario. Hacer la apología de la homosexualidad y de las familias con dos padres o dos madres puede estar muy bien, siempre y cuando no se castigue a quien disienta y proponga otro modelo. Lo que no cabe es que la blasfemia quede impune mientras la crítica a los nuevos modelos familiares puede llevar a la cárcel por "incitación al odio". Ni cabe tampoco una concepción materialista del mundo impuesta como pensamiento obligatorio y libre por ello de toda crítica.

Describe Hermann Hesse en un admirable libro (El juego de los abalorios) que le valió el Premio Nobel de 1946, una utópica sociedad futura en la que ha triunfado la cosmovisión espiritual frente a lo que el autor llama la larga "época folletinesca". Época folletinesca que comenzó, según la novela, hacia el final de la Primera Guerra Mundial, extendiéndose a lo largo del todo el siglo XX; un tiempo caracterizado por la frivolidad cultural, el materialismo consumista, el periodismo amarillo, la imposición del mal gusto, fragmentos de saber aislados y destituidos de significación, desvalorización del lenguaje, puerilidad, tormentas políticas, pavor ante la nada y la huida intelectual de los mejores a las catacumbas. Para nosotros, los hombres del siglo XXI, la descripción que hace Hesse no es el pasado, sino el presente: lo que estamos viviendo hoy y que Vargas Llosa llama la sociedad del espectáculo. A falta, entonces, de una moral común ya imposible la única manera de evitar que la democracia degenere en un totalitarismo de la mayoría es permitir la absoluta libertad de expresión y de crítica, sólo limitada por el insulto y la calumnia: que cada uno diga lo que quiera, que cada uno pueda criticar lo que dice otro. Por desgracia, en España, desde Zapatero para acá, se hace cada día más presente el pensamiento uniforme y la lengua de obligado cumplimiento. El nuevo Santo Oficio Laico puede censurar lo mismo un libro de Historia que el diccionario de la RAE o pedir pena de cárcel para un obispo que desde el púlpito ha dado su opinión acerca de "la ideología de género". Asombra que ZP dejara de gobernar hace casi siete años y el proceso haya ido a más.

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