Tribuna

Javier González-Cotta

Editor de la Revista Mercurio

Macedonia de nieblas y fronteras

Todo esto y mucho más es la griega Macedonia. Si hay que elegir, preferimos su olvidado halo a los cromáticos azules del Egeo

Macedonia de nieblas y fronteras Macedonia de nieblas y fronteras

Macedonia de nieblas y fronteras / rosell

Nos gustan los espacios de frontera, los parajes que parecen híbridos o inclusos, donde el ímpetu por remarcar un territorio de otro con una bandera provoca, sin embargo, una sensación difusa, como de tránsito y de larga espera a la vez, mientras de fondo, como ajuar de un eterno invierno, la niebla se espesa, la lluvia cae o la nieve lo recubre todo con un blancura triste de sudario.

En la Europa balcánica el territorio conocido como Macedonia siempre ha sido resbaladizo. Puede referirse a la historiada región del norte de Grecia y a su vecino mal avenido, hoy llamado Macedonia del Norte. Pero también toca a una parte de Albania, roza exiguamente a Serbia y continúa hasta las estribaciones de Bulgaria. Toda esta amalgama de etnias y paisajes cruzados inspiró el popular postre creado por un cocinero francés: la macedonia de frutas.

Los nombres de los países importan y las fronteras reflejan el respeto debido a esos mismos nombres. Ocurre con la histórica controversia que han mantenido Grecia y la citada Macedonia del Norte (la otrora Fyrom o ex república yugoslava de Macedonia). De 1992 a 1995 el nuevo país independiente se autoproclamó como República de Macedonia. Los griegos desataron su ira. Argüían con celo que estos macedonios eslavos, llegados tardíamente en el siglo VI, se habían apropiado del nombre y los símbolos del gran reino de Macedonia, que marcó el esplendor del periodo helenístico a partir de Filipo II y de su hijo Alejandro Magno.

Los macedonios ex yugoslavos usaron como bandera el emblema solar de Vergina, símbolo de los reyes de Macedonia (un paño encarnado con un sol dorado). Tuvieron que modificar su diseño por la actual enseña, que es una adaptación menos irritante para los griegos macedonios. Se cambió también el nombre del aeropuerto de la capital, Skopje, bautizado como Alejandro Magno, todo ello fruto de un furor nacional tan calenturiento como delirante. La estatua de 22 metros de Alejandro que preside una de las plazas de la capital se ha convertido ahora, por la presión griega, en la de un héroe inconcreto, sin nombre. De Skopje nos han llegado dos reseñas recientes. Una habla del horterismo arquitectónico que la invade. La otra denuncia que es una de las capitales más contaminadas del mundo, mientras en el resto del país el aire también se resiente por la profusa combustión de fósiles, la deforestación y el urbanicidio.

Grecia y Macedonia del Norte firmaron en 2018 el Acuerdo de Prespa, que puso fin al litigio por culpa de la terminología nacional. La paz se selló en el pueblecito de pescadores de Psarades, junto a los dos lagos fronterizos que, igual que el lago Ohrid, señalan las melifluas fronteras entre los dos países y, también, con Albania. Nos recuerda la escritora María Belmonte en su libro En tierra de Dioniso. Vagabundeos por el norte de Grecia, que fue a orillas del lago Prespa, en un pequeño islote, donde el cineasta Theo Angelopoulos filmó una secuencia para La eternidad y un día. En ella el personaje principal, el escritor interpretado por Bruno Ganz, intenta recuperar las palabras exactas para componer su himno a la libertad.

Desde la sufrida Tesalónica (o Salónica), María Belmonte también evoca otras películas de Angelopoulos. Una inmensa mano, con un dedo truncado, aflora de entre el mar del golfo Termaico, como vemos en Paisaje en la niebla. Y, de nuevo en La eternidad y un día, el escritor Alexandros que interpreta Ganz recorre el paseo marítimo con su abrigo y con su perro. No sólo Macedonia, sino el norte griego de Epiro y Tracia, inspiran la trama de grises fríos que envuelven las películas de Angelopoulos, situadas casi siempre en tierras de frontera, como ocurre también en El vuelo suspendido de la cigüeña.

Antaño, Atenas miró con desdén a los bárbaros macedonios de los enclaves del norte. A través del citado libro de Belmonte visitamos Pela, hoy ruinosa, donde nació Alejandro. Hacemos parada en la también ruinosa Estagira, ciudad natal de Aristóteles, instructor del propio Alejandro. Evocamos la ciudad sagrada de los reyes macedonios, Díon (antes de las batallas se hacían aquí sacrificios de cien bueyes blancos en honor a Zeus). Redescubrimos Egas, primera capital del reino, excepcional hallazgo realizado en 1977, que dio con la urna funeraria de Filipo II. Ya en la Calcídica, nos entretenemos con las excentricidades religiosas del Monte Athos, cuna de la ortodoxia heredada de Bizancio, pero vetado a las mujeres. Todo esto y mucho más es la griega Macedonia. Si hay que elegir, preferimos su olvidado halo a los cromáticos azules del Egeo.

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