Tribuna

José Antonio González Alcantud

Catedrático de Antropología

Trump en Persépolis

Trump en Persépolis Trump en Persépolis

Trump en Persépolis

No son muchos los europeos, y menos aún los norteamericanos, que han visitado en las últimas décadas las soberbias ruinas de Persépolis, la gran urbe-palacio de Darío, Jerjes y Artajerjes, cuya existencia transcurre entre los siglos VI y IV a.C. Tampoco nosotros tenemos muchos precedentes históricos; pensemos que España sólo comenzó a normalizar sus relaciones con la lejanísima Persia en 1874, cuando fue enviada la embajada de Adolfo de Rivadeneyra. Más allá de toda lejanía mental, los períodos de guerra y las dificultades políticas recientes impidieron acercarse al reino de los ayatolás, antes de los magos.

Deambulando por el museo del Louvre, unos impotentes capiteles y columnas del palacio de Darío excitaron mi imaginación. ¿Qué civilización podía haber ejecutado aquellas obras, sin parangón ni siquiera en Egipto? Tuve la oportunidad hace pocos años de visitar Shiraz, al sur de Irán, y cómo no los cercanos restos de Persépolis. A añadir, asimismo, la monumentalidad indiscutible de los enterramientos aqueménidas y sasánidas excavados en la roca de Nasql-Rustam y la tumba de Ciro el Grande, que sobrecogen por su permanente soledad en medio de los páramos de sol donde ardiente.

No sólo era la imaginación la que volaba por aquellas áridas mesetas de penetrante luz. Para los iraníes de hoy, hace veinticinco siglos en Persépolis surgió lo más parecido a los derechos humanos, y con seguridad lo más cercano a un Estado de Derecho regulado. El palacio de Darío tenía una inmensa sala en la que el rey recibía en audiencia a los pueblos de su complejo y plural imperio. Darío, nos dicen los historiadores, poseía una gran preocupación por la justicia, dada la diversidad de sus súbditos, y sobre bases de códigos locales ordenó realizar colecciones legislativas que regulasen la vida en común.

No por azar, en el 2007, tomó por nombre Persépolis una película de animación de Marjane Satrapi. En síntesis refleja el discurrir autobiográfico de la autora, desde la infancia hasta la juventud, en el Irán de la Revolución. Ponía encima de la mesa todas las contradicciones de lo deseado, lo logrado y lo frustrado por la revuelta que destronó al sanguinario Sha Reza Pahleví de Persia en 1979. Lograr emocionar con una película de dibujos animados es difícil; esta lo logró, concitando el favor del público.

La imaginación e influencia asociada a Persépolis, no sólo en lo tocante a los derechos, ha viajado lejos, y así tenemos opiniones que dicen que la influencia persa sobre la cultura andalusí fue tan grande que llegó hasta la Alhambra, donde el modelo de jardín persa o Chahar bagh guía el diseño de algunos de sus jardines. Incluso se argumentó que los leones del célebre patio alhambreño no dejarían ser otra cosa que una imitación de los seres fabulosos de la ciudad de Darío. Mundo que invoca los placeres de la vida. Hoy, cierto, no se fermenta en Shiraz su antaño célebre vino, pero se le sigue teniendo un culto sagrado al poeta Hafiz, quien en el siglo XIV, desafiando abiertamente la interdicción coránica sobre el vino, lo exaltaba por sus virtudes místicas.

Desde luego, el presidente estadounidense, míster Trump, no debe haber viajado a Shiraz ni a Persépolis porque de lo contrario no hubiese lanzado sus amenazas terribles de destrucción sobre estos lugares. Quienes amenazan al patrimonio de la Humanidad, concepto lanzado por la Unesco, el gran organismo cultural surgido tras los desastres de la Segunda Guerra Mundial, para poner a salvo los testigos materiales de la memoria colectiva humana, no sólo esgrimen su falta de escrúpulos, sino que cometen pecado de ignorancia. Hasta ahora quienes habían convertido el patrimonio en objeto de su barbarie eran fanáticos incontrolados, llámense talibanes o Isis, tanto con los budas de Bamiyán como con las ruinas de Palmira. Pero mucho me temo que la amenaza del señor Trump, aunque luego rectificada, tiene connotaciones aún más alarmantes, ya que parten del lado que se supone está regido por la racionalidad y el amor gratuito a la cultura.

Escribí hace unos años un libro al cual puse por título El malestar en la cultura patrimonial. Quería, y supongo que no lo logré, a juzgar por los resultados, emular al padre del psicoanálisis, Sigmund Freud, para quien la cultura en su sentido extenso posee una capacidad de evocación e incluso unas patologías que nos hacen sospechar son el reflejo de profundos complejos colectivos. Freud creía que quizás en el futuro tuviésemos terapeutas de masas capaces de liberar al género humana de sus pesadillas. Descartada esta hipótesis de terapia colectiva, pues pondría en el centro a figuras carismáticas que necesariamente nos devolverían el problema corregido y aumentado, cabe rogarles a quienes consideran el patrimonio objeto de sus iras, que por el amor a la Humanidad acudan urgentemente a la consulta del psicoanalista. Decía Bachelard que nunca la preguntéis a un pirómano si sabe encender un fósforo, porque lo negará. Al igual ocurre con el patrimonio. Ojo, pues, a quienes en un momento de debilidad o de borrachera de poder ponen el ojo de sus iras al patrimonio humano. De salirse con las suyas nos conducirían a un mundo de pesadilla.

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