Cuando a mediados de 1923 se publicó la obra de Bergson Duración y simultaneidad, un debate con Einstein acerca de la teoría de la relatividad, el libro tuvo un portentoso éxito en toda la Europa culta; era el encontronazo amistoso entre la "cultura científica" y la "cultura humanística" o filosófica. Un debate intelectual de altura, un debate espiritual y civilizatorio. A partir de ahí y durante dos décadas las conferencias de Bergson atrajeron a miles de personas.
Hace pocos años, una noche viajando en taxi, escuchaba yo distraído la tertulia sobre no sé qué de cierta poderosa cadena de radio que tenía conectada el taxista. De pronto, uno de los tertulianos se disculpó por haber hecho uso inadvertidamente del término "espiritual". Sus colegas aceptaron de inmediato la disculpa con buen talante: corrección política. Una pequeña anécdota pero que pone de manifiesto el enorme cambio de mentalidad producido en Europa, y sobre todo en España, a resultas del control del lenguaje por una progresía ignorante (no confundir con la fenecida izquierda) que en su militancia atea identifica los conceptos de espíritu y espiritualidad (un poema, una sinfonía, un cuadro, la última película de Clint Eastwood, un sistema filosófico) con los sentimientos religiosos.
Ante una situación así que al trasladarse al gran público se convierte, a falta de referencias espirituales, en un "materialismo que apesta a cerveza" (Nietzsche) podría uno preguntarse si aún estamos a tiempo de recuperar sustanciales valores que se han perdido. Allá por los años 70 del pasado siglo cierto pensador europeo de talla, cuyo nombre está prohibido pronunciar, sostuvo que los hombres civilizados de todas las culturas se entienden entre ellos (no confundir civilización con cultura, ya que existen salvajes comportamientos culturales que nada tienen que ver con el comportamiento civilizado); de ser así, todavía cabe hacer el esfuerzo por una genuina internacional en defensa del espíritu que no sólo nos salve como individuos, sino que salve también a una democracia europea en crisis. Desde Tocqueville, las mejores cabezas de Occidente vienen alertando sobre su posible degeneración. En 1938 Thomas Mann escribía que lejos de oponerse los conceptos de democracia y aristocracia eran complementarios, entendiendo por aristocracia no la nobleza de sangre sino la del espíritu: "En una democracia en que no se respete la sublime vida del espíritu y no se rija por ella, tiene vía libre la demagogia y el nivel de la vida nacional queda rebajado al de los ignorantes en lugar de que impere el principio de la educación y la búsqueda de la verdad" (Del futuro de la democracia).
Hombres civilizados, pues, en busca de valores nuevos o de olvidados valores de alto rango. Sin duda, el primero de esos valores a preservar es el de las libertades individuales, empezando por la libertad de expresión, la libertad de enseñanza y la libertad de cátedra hoy amenazadas en España por leyes totalitarias como la Media Memoria Histórica. Y luego, la nobleza de espíritu (el noble se impone deberes antes de reclamar derechos); el sentimiento de compasión por los débiles; el sentido del honor; la grandeza intelectual de Atenas unida a la valentía de Esparta y el uso de un vocabulario libre a fin de ir desplazando el lenguaje oficial obligatorio. Un discurso que recupere desde virtudes homéricas como la valentía, la lealtad hacia los amigos, y el respeto a los ancianos hasta los valores cristianos de igualdad y amor al prójimo. Virtudes y valores que iluminan el más impresionante de los grabados de Durero, El caballero, la muerte y el diablo. El caballero andante. El Enchiridion de Erasmo. La caballerosidad, palabra caída en desuso.
La aborrecible ferocidad que nutre en España la batalla política deja al descubierto la batalla cultural que hay debajo, que viene de lejos y que afecta también a la mayor parte de Europa. Y porque no se trata únicamente de política, estamos ante una coyuntura decisiva donde se enfrenta el mundo del espíritu (que acoge a creyentes y no creyentes), la Europa de las catedrales y la Ilustración, con un desbocado materialismo consumista y su inevitable cortejo: pensamiento débil, relativismo, ideología de género, igualitarismo por abajo, solidaridad de ositos de peluche, democracia directa y el dogma de que la mayoría siempre tiene razón. Tan sólo una posible concurrencia de todos los hombres civilizados de todas partes podría darnos esperanzas.
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