Tribuna

aquilino duque

Escritor

Vivir peligrosamente

Una de las muchas taras de la Constitución del 78 fue la de la eliminación del carácter retributivo de la pena y su sustitución por el concepto de la pena como reinserción

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Vivir peligrosamente

Es curioso que, según el Derecho Penal se ha ido "humanizando", la criminalidad ha dado un salto a la vez cuantitativo y cualitativo. Las penas rigurosas no son disuasorias, dicen, pero tampoco las penas suaves contribuyen a la regeneración. La tendencia moderna del Derecho Penal es la de dar primacía al delincuente sobre su víctima. El delincuente no ha firmado ninguna convención contra la tortura, la pena de muerte o las minas antipersonal, y en cambio sabe que, si se porta bien, puede rehacer su vida en la cárcel y salir de ella hecho un hombre de provecho, cuando no un héroe de su pueblo, si sus móviles fueron políticos. Decía Maeztu, y no me canso de recordarlo, que, según el Fuero Juzgo, la ley se hacía para que las personas honradas pudieran vivir entre los delincuentes y que, en cambio, según la democracia, se hace la ley para que los delincuentes puedan vivir entre las personas honradas. Eso quiere decir que del mismo modo que al delincuente se le concede la presunción de inocencia, a la sociedad -¿o hay que decir "ciudadanía"?- se le atribuye una presunción de culpabilidad. Y es que la ciudadanía es laica y no tiene derecho a castigar el crimen como Dios castiga el pecado. Ya lo dijeron Koestler y Camus. Ya lo dijo el marqués de Beccaria. En cambio, nuestro Lardizábal, caballerito de Azcoitia, sostenía que la justicia emanaba de Dios. Un siglo después vendría a darle la razón nada menos que Dostoyevski cuando decía que si Dios no existe, todo está permitido.

El Sumo Pontífice, que a juicio de gente más versada que yo -y que él mismo, me temo- en materia de teología, es una mezcla explosiva de jesuita y franciscano, prodiga el don de la palabra en unos términos que deja estupefactos a los creyentes y hace las delicias de los medios de confusión. Animado de los mejores propósitos y afanoso de no provocar demasiado al Príncipe de este mundo, procura quitar hierro al flagelo del terrorismo islámico equiparándolo, no ya con la violencia con que la Iglesia católica se ha impuesto en el pasado, sino con la de los crímenes pasionales de toda la vida cometidos por cristianos bautizados. La diferencia está en que el musulmán que se inmola llevándose por delante una partida de infieles sabe que con ello se gana el cielo, mientras que el católico que quita la vida a un semejante sabe que comete un pecado mortal.

Acaso la mayor virtud del Código Belloch, por no decir la única, fue la de poner de manifiesto una de las muchas taras congénitas de la Constitución del 78, que fue la de la eliminación del carácter retributivo de la pena y su sustitución por el concepto de la pena como reinserción. La llamada "reinserción" es la piedra angular de la sociedad permisiva, esa sociedad que prescinde del temor de Dios y de la idea del pecado original, y proclama la bondad congénita del salvaje. Un amigo historiador andaba queriendo localizar, ignoro con qué fines, un verso de Jorge Guillén que diría: "Dejad que el árbol crezca en libertad". Ese presunto verso es, por lo pronto, antipedagógico. Por un lado, y eso está bien, se opone el poeta a la arraigada dendrofobia de la raza, pero por otro lado, es tan ignorante en materia de arboricultura como el don Antonio Machado que creía que los árboles no se podan por la copa, sino por las raíces.

Lo malo de la reinserción es su propósito preventivo de lo que no tiene remedio. Hay en efecto vagos y maleantes vehementemente sospechosos de peligrosidad social a los que se reinserta con grave riesgo para quienes han de convivir con ellos. Del mismo modo que se nos obliga a vivir con el sida o el terrorismo, se obliga a muchas familias a convivir con peligrosos esquizofrénicos. El último en hacernos esa proposición tan sugestiva sería un ministro del Interior de la patria de los derechos del hombre y del ciudadano, nuestro semicompatriota Valls, en un alarde de buenismo, corrección política, asepsia laica, impotencia y resignación, no sé si decir cristiana, ya que los enemigos mortales de los valores de Occidente no distinguen una iglesia de un bataclán. Sí, una de las virtudes de la democracia es la de hacernos vivir peligrosamente.

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