Tribuna

Javier González-Cotta

Editor de 'Revista Mercurio'

Vladimir Vladimirovich Putin

Vladimir Vladimirovich Putin Vladimir Vladimirovich Putin

Vladimir Vladimirovich Putin / rosell

El personaje, entre grisáceo e icónico (de ahí su rostro de merchandising en tazas, camisetas y juegos de matrioskas), lleva mucho tiempo con nosotros. Desde aquel primer Putin el Bueno (recibió la Llave de oro de Madrid en 2006), hasta el Putin taimado y perverso de hoy. Su gradación progresiva a malo de película de sobremesa ya era notoria antes de la anexión de Crimea en 2014 y del apoyo a los prorrusos del Donbás (sin olvidar sus correrías geopolíticas por el África y su respaldo a Bashar al Asad y a sus matanzas perpetradas en Siria).

Dicho esto, aunque más que familiar, resulta que Vladimir Vladimirovich Putin es, sobre todo y ante todo, un señor desconocido, un ser inescrutable. De hecho, en su libro Tenemos que hablar de Putin (Capitán Swing), Mark Galeotti (autor también de Historia breve de Rusia), se pregunta lo mismo. A pesar de que lleva más de veinte años ejerciendo como actor de la política internacional, nada o casi nada sabemos realmente acerca del habitante del Kremlin. Se interroga Galeotti sobre si es un autócrata despiadado o el salvador de una nación asediada. Si un veterano del KGB o un cristiano piadoso. Si un inquietante maestro de la geopolítica global o un cleptócrata autoindulgente.

Es difícil saberlo porque, más allá de la fría capa de cera que lo envuelve (bótox aparte), Putin es extremadamente celoso de su privacidad. Su celo abarca, por supuesto, al arco de su vida familiar (se desconocía incluso la identidad exacta de sus hijas, Katerina y Mariya), incluidos los asuntos del corazón (su supuesta relación con la gimnasta y medallista de oro olímpica, Alina Kabáyeva, sigue siendo en gran parte un asunto tabú en Rusia). Además, en el cálculo político también se muestra en extremo reservado. Por eso, a decir de Galeotti, cada cual puede construirse un Putin a medida.

Para algunos -como Fernando Villaespín- la mente de Putin se asemeja al alma del tirano de la que hablaba Platón, la de los "sujetos incurables de ignominia". En el contexto histórico ruso en particular, para Stephen Kotkin, especialista en la Madre Rusia, el comportamiento de Putin se mira hoy en el espejo del siglo XIX. Su política no difiere de la forma de gobierno decimonónico de los zares, todos ellos jefes de Estado autócratas, represores, militaristas y expansionistas sin medida, cristianos piadosos y recelosos de las injerencias de Occidente. Sin embargo, no se sabe bien si Putin se guía hoy por el eurasianismo de Duguin, por el neoimperialismo de Projánov o por los textos del ya difunto y antibolchevique Iván Ilyín.

Evocando a Iván III (gran duque de Moscú) o a la égida de Catalina la Grande, la Rusia putiniana sigue alumbrando su propia tea como heredera de la III Roma, tras el imperio romano y el fin de la civilización bizantina a partir de los turcos otomanos. El áureo edificio donde parece ser que Putin trabaja sin apenas un día de solaz, se hace llamar como el Palacio de Constantino.

Hace unos días, Putin cumplía 70 años. Su aniversario lo pasó en su San Petersburgo natal. Al parecer no dejó de trabajar, enfrentado a la encerrona militar y al suicidio económico en que ha devenido la invasión de Ucrania (en los dos primeros meses de guerra Rusia perdió más hombres que en diez años en la catástrofe de Afganistán). El artista Alexei Sergienko le ha regalado por sus 70 años un retrato que lo humaniza: Putin con un cachorro. Se ve a Vladimir Vladimirovich abrazando amorosamente a un cánido, sobre fondo azul cobalto con margaritas (todo mezcla de arte pop y de colorida botánica a lo David Hockney). El lienzo mide ahora dos metros por dos (antes otro anterior e igual medía uno por uno). El artista explica el aumento de la tela porque ahora Rusia tiene un tamaño mayor…

El inefable presidente checheno Ramzan Kadirov (crítico con el afeminamiento bélico de Rusia sobre Ucrania y ahora ascendido a coronel general por el propio Putin), celebró el aniversario del líder en el otrora infierno de Grozni con carreras de caballos y exhibición de artes marciales, tan del gusto del judoka Putin.

Asegura Sergei Guriev, politólogo y economista ruso exiliado, que el colosal déficit fiscal que está acarreando la guerra (casi no hay dinero para más mercenarios), podría atisbar el final de Putin. Rusia ha retrocedido a 1970. Hay un Putin antes y después del coronavirus, como recuerda Galeotti. Ha vivido la pandemia en una burbuja de bioseguridad. Para despachar con el emperador, los escasos invitados tenían que pasar por un pasillo antibacteriano alumbrado con luz ultravioleta. Ha errado el cálculo en Ucrania, jugando a historiador aficionado, y ahora hay que ofrecerle una salida, pero sin humillar al oso acorralado (Macron dixit).

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