Tribuna

Juan Rodríguez Garat

Almirante retirado

No cedamos al miedo

No cedamos al miedo No cedamos al miedo

No cedamos al miedo / rosell

Por mucho que Putin quiera disfrazarlo de "operación especial", Rusia está en guerra. Y, por mucho que nos duela a quienes lo vemos desde fuera, el líder ruso no se encuentra solo frente al mundo. A su lado está Kirill, el patriarca de la iglesia ortodoxa rusa. Tras ellos se alinean el ejército que combate en Ucrania y el pueblo que, en un altísimo porcentaje, apoya a su líder en su loca aventura, a pesar de los sacrificios que se le imponen. ¿Cuál es el cemento que une a los distintos pilares de la nación rusa en una guerra de agresión que no solo es injusta sino anacrónica? Tengo para mí que, detrás de las excusas que cada uno pueda encontrar para justificarse, solo hay una fuerza lo suficientemente poderosa para dar cohesión a todo el conjunto: el miedo.

Putin no es un cobarde. Si lo fuera, no habría llegado a donde está. Pero tiene miedo a perder todo lo que, a lo largo de los años, ha conseguido con mucho esfuerzo. No se trata, probablemente, de su fortuna personal. La guerra no le hará ser más rico. Lo que le asusta es perder el amor del pueblo ruso y, con él, el sitio que aspira a ocupar en la historia de su patria. Cualquier cosa, hasta una guerra sucia y oscura como la que libra en Ucrania, es buena si le ayuda a reforzar esa imagen de líder providencial que tiene miedo de perder.

Tampoco es un cobarde el patriarca ruso. Lo demostró en los difíciles tiempos del comunismo. ¿Qué lleva a un hombre así a convertirse, en las duras palabras del Papa Francisco, en monaguillo de Putin? Quizá también sea el miedo. Como demuestran sus poco acertadas declaraciones, Kirill teme que muchos de los valores a los que ha consagrado su vida se le escapen de entre las manos, contaminados por la permisividad de la conducta de los disolutos europeos. Cualquier cosa, hasta una guerra injusta, le parece un precio razonable para evitarlo.

No son cobardes los soldados rusos. Han soportado sin desmoronarse miles de bajas en los suburbios de Kiev, en Mariupol y en el Donbás. Están obligados a ver la muerte de frente cada día y, como suelen hacer los soldados, continúan luchando porque, aún más que al fuego enemigo, tienen miedo de no estar a la altura. Miedo, también, de que el ejército al que han entregado sus vidas no merezca su sacrificio. Ellos saben mejor que nadie lo que está ocurriendo en el campo de batalla. Son testigos privilegiados de los errores tácticos y logísticos, de las mentiras y de los crímenes cometidos en nombre de Rusia, quizá no generalizados pero tampoco perseguidos con rigor. Tienen miedo de volver a casa derrotados porque saben que solo la victoria puede absolverles. Cualquier cosa, incluso una campaña criminal en la que cada día se vulneran las normas del Derecho Internacional Humanitario, les parece un precio razonable para el triunfo.

Tampoco es cobarde el pueblo ruso. Una amplia mayoría aprueba la guerra de Ucrania a pesar de los riesgos que supone enfrentarse a muchas de las naciones más poderosas del mundo. Entre quienes no lo hacen, no son pocos los que se han atrevido a decirlo alto y claro. Pero a los ciudadanos rusos, como a tantos otros en tantas épocas, se les ha educado en la creencia de que son una suerte de pueblo elegido, con derecho a participar de manera especial en el gobierno de la humanidad y muchos temen que no haya nada de cierto en todo ello. Cualquier cosa, incluso una guerra que les obliga a cerrar los ojos y dejar que sea Putin quien, en una narrativa llena de incoherencias, les explique lo que ocurre en el mundo, les parece un precio razonable para preservar unos sueños de grandeza de los que tienen miedo de despertar.

Cuando se le da tiempo, el miedo de los seres humanos casi siempre termina transformándose en odio. Un odio que explica -aunque en absoluto pueda justificarlas- las amenazas de Putin, los sermones de Kirill, los abusos cometidos por algunos criminales de uniforme que no merecen el nombre de soldados y los indisimulados deseos de venganza del pueblo ruso cada vez que Ucrania logra algún éxito en el campo de batalla.

No podemos hacer mucho desde fuera para cambiar este estado de cosas. No sería justo, como algunos sugieren, entregar desarmada a la nación ucraniana para aliviar los miedos del agresor. Lo que sí podemos hacer quienes hoy tenemos la suerte de vivir lejos de los campos de batalla, ya sea en Ucrania, en Siria o en tantos otros lugares de nuestro planeta, es aprender de lo que allí ocurre. Porque también los europeos, y entre ellos los españoles, tenemos motivos para estar asustados de lo que ocurre en el mundo y, quizá también, para mirarnos con temor unos a otros.

La Guerra en Ucrania debería ayudarnos a recordar que nuestros temores, como los del sufrido pueblo ruso, son las semillas que cualquier aprendiz de brujo ansioso de poder va a intentar sembrar para cultivar odio. Está en nuestra mano evitar que eso ocurra. Trabaje cada uno por transmitir sus valores, por hacer realidad la España en la que cree, por construir el mundo que le parezca mejor. Pero no cedamos al miedo. No cedamos al odio.

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