Tribuna

F. Javier Perales Palacios

Profesor de la UGR

Del cerebro al corazón y viceversa

Lo que los tratados internacionales no han conseguido, el Covid ha necesitado pocos meses y nos ha desnudado como a aquel rey del cuento que escribiera Andersen

La imagen que ilustra el Covid-19, más conocido como coronavirus

La imagen que ilustra el Covid-19, más conocido como coronavirus / M. G.

De repente, cual suricatos cuando avistan el vuelo del águila sobre sus cabezas, nos vimos impelidos a enclaustrarnos en nuestras casas un 14 de marzo del año 2020, al son de un estado de alarma en forma de decreto ley y cuando apenas nos habíamos hecho el cuerpo viéndonos reflejados en el caso italiano o chino.

Y de repente todo cambió, se vino abajo nuestro pequeño mundo y nuestro gran mundo. En una triste metáfora ese bichito invisible de nombre coronavirus, bautizado con el simpático apodo de Covid, se hizo realmente viral y puso patas arriba aquel modus vivendi que, con algunos altibajos, creíamos inmutable.

Y nos dimos de bruces con el significado de la globalización, tomamos conciencia de lo indefensos que éramos, a pesar de que pasamos de afirmar que el Covid no nos afectaría, que era como una gripe benigna, que nuestro sistema de salud era magnífico... A toparnos de frente con la cruda realidad. Los políticos, que siempre van a remolque de las circunstancias, retorcieron las recomendaciones de sesudos epidemiólogos y organismos internacionales, y se abstuvieron de tomar medidas impopulares, como prohibir las manifestaciones del 8 de marzo, empeñados como estaban en demostrar quién era más feminista que el otro. También nos dimos cuenta de que la necedad de los políticos no conoce fronteras (como Covid) y ese mirar para otro lado como si no pasara nada se ha venido repitiendo a lo largo de nuestro mundo anclado a gobiernos populistas.

Puestos a buscar paralelismos con nuestra historia reciente, la última crisis económica sufrida en España, esta vez alentada por el virus económico de EEUU al aliento de las hipotecas subprime, no fue reconocida por nuestros dirigentes hasta que nos estalló en la cara. Y más lejos aún, en los estertores del franquismo, la crisis del petróleo de 1973 en que los países árabes de Oriente Medio multiplicaron por cinco el precio del barril en represalia por el apoyo al Estado de Israel de algunas potencias occidentales, nos dejaron en paños menores acostumbrados a un combustible barato y a un desarrollismo que no parecía tener límites. Tampoco en ese caso aprendimos la lección, no intentamos buscar fuentes energéticas alternativas o, simplemente, reducir nuestro consumo.

Ahora todo parece distinto desde este arresto domiciliario. Un país como el nuestro, tan sociable, tan amigo de nuestros amigos, tan amante de las cervecitas, de los besos y abrazos, se ve abocado a desconfiar del vecino, del transeúnte, hasta de la propia familia. Todos somos potencialmente peligrosos, reservorios de este bichito tan pequeño como mortífero. Por el contrario, la ausencia no es el olvido, echamos de menos a nuestros padres, hijos, hermanos, amigos, novios, novias. Lo que más ha costado conquistar a la humanidad, la libertad, se nos fue de golpe en nuestros países democráticos por excelencia.

Y entramos en una cotidiana vorágine de cifras y gráficas sin reparar en lo que ello conlleva para pacientes, sanitarios, familiares y amigos de cada uno de los afectados. Pero todo puede ser peor y uno se entera por los medios de comunicación que los muertos se mueren solos, sin ese último adiós que todos esperan, y que no hay velatorio, y que los almacenan en una helada morgue destinada a otros fines. Se esfuma esa vital aspiración de todo ser humano que es enterrar a sus muertos, que si no es un derecho humano reconocido por la ONU debiera serlo. Pero hay más, los sanitarios también se convierten en pacientes, a otros les toca decidir a quién hay que atender y a quién se le deja morir, como en una cruenta guerra pero sin enemigo visible.

Y pensamos en todas las personas que de la noche a la mañana han perdido su negocio, su salario, su proyecto diario. Los que viven solos se entristecen, los acompañados tienen que reinventarse para lograr un mínimo orden y armonía en un enfrentarse a ellos mismos y a sus allegados a cara descubierta y las 24 horas del día.

Y de repente todos saben de virus como de fútbol, todos tenemos nuestra opinión. Y nos damos cuenta del analfabetismo científico de la sociedad: ¿qué es un virus?, ¿cuánto mide?, ¿por qué le dicen coronavirus?, ¿de qué está compuesto?, ¿de dónde proviene?, ¿por qué es tan agresivo?, ¿qué cantidad hay?, ¿dónde habita? Y se convierte en terreno abonado para toda clase de bulos, medias verdades, presuntos consejos de expertos, pseudociencia en fin... Que encuentran en las redes sociales una propagación también viral. Pero asimismo empezamos a intuir lo que es la ecología aplicada al entramado socio-económico; cómo, por ejemplo, una ruptura de un eslabón de la cadena repercute en el resto y puede colapsar el sistema.

Y percibimos la capacidad de resiliencia de nuestra sociedad, como asumimos con disciplina la nueva situación y como somos capaces de poner la imaginación al servicio de los demás, sea en inventar remedios caseros para la falta de material sanitario pero también de volcar en las redes sociales el ingenio humorístico que nos regala sonrisas cuando más las necesitamos.

Y nos preocupa el mañana porque tenemos mucho tiempo para pensar encerrados en nuestras celdas. ¿Cómo resurgiremos?, ¿nos recuperaremos anímica y económicamente?, ¿seremos capaces de asimilar lo ocurrido para mirar la vida con una perspectiva distinta, más allá de nuestras pequeñas miserias cotidianas?, ¿daremos importancia a lo que verdaderamente la tiene: la familia, el trabajo, el deterioro de nuestro medio?, ¿o pronto nos olvidaremos de lo sufrido y nos lanzaremos a un consumismo depredador los que se lo puedan permitir?

Y si hay un ganador en todo esto es nuestro entorno llamado Tierra. Cual un tal Chernóbil o Fukushima tras sus accidentes nucleares y el despoblamiento consiguiente, la naturaleza recarga sus pilas: se reducen drásticamente los gases de efecto invernadero, las especies animales recobran tranquilidad, el saqueo de las materias primas se toma un respiro... Lo que los tratados internacionales no han conseguido, el enanito Covid ha necesitado pocos meses y nos ha desnudado como a aquel rey del cuento que escribiera Hans Christian Andersen.

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