La gran mentira La gran mentira

La gran mentira

Hace ya muchas décadas que la izquierda abandonó la ética del trabajo y abrazó con inusitado fervor la cultura del espectáculo. El célebre libro de Debord, que debía constituir una crítica de una sociedad en la que la espectacularidad se había convertido en el modo de ser de las cosas, se podría leer ahora como una descripción detallada de las metodologías de acción política de la izquierda. Una performance que no cesa. Ya nadie espera de los partidos de izquierda propuestas serias, ni siquiera sus propios votantes. La izquierda se ha convertido en sinónimo de ofertas superficiales, efectistas, intensamente ideológicas. Cuando Walter Benjamin, al final de su ensayo sobre la tecnificación de la obra de arte, declaraba que "a la estetización que el fascismo introduce en política, el comunismo le responde con la politización del arte", no podía imaginar que la estetización iba a convertirse en el destino final de las políticas de izquierda.

Esta concepción de lo político implica, por supuesto, una baja consideración de los votantes, reducidos apenas a la condición de espectadores predispuestos a dejarse embaucar por artes de birlibirloque y políticas de gestos. El hecho de que cada vez más de ellos hayan ido desertando de las filas de la izquierda, empezando por la casi totalidad de los intelectuales (Sánchez Cuenca no cuenta), no es sino la consecuencia lógica de estas metodologías de desprecio a la inteligencia. No creo que nadie en su sano juicio, es decir, no limitado por orejeras ideológicas, dudara de que la improbable llegada de Pedro Sánchez al poder, con la connivencia dolosa de un PP más interesado en minar a Ciudadanos que en el bien de la ciudadanía, iba a significar otra cosa que la reactivación de esta concepción meramente tacticista de la política. No por casualidad Sánchez se reconoce fervoroso admirador de Rodríguez Zapatero, aquel príncipe de la banalidad del que quisiera no acordarme. Nadie, pues, puede extrañarse de que comencemos a asistir de nuevo a lo que podríamos designar como ceremonia general de adocenamiento o circo de la distracción masiva.

No es verdad, por ejemplo, que la operación de confluencia con las fuerzas más reaccionarias y antidemocráticas del Parlamento (léase: populistas y supremacistas periféricos) tuviera como objetivo, según han intentado vendernos, el desalojo del Gobierno del PP para regenerar la vida pública. Si así fuera ya tendríamos el horizonte de unas elecciones a la vista. En lugar de ello el flamante presidente por cooptación ya ha declarado, con esa desenvoltura que sólo asiste a los grandes genios, que pretende agotar la legislatura. Por su parte, quienes han estado gritando a los cuatro vientos que no hay que tenerle miedo a las urnas, aunque sólo, al parecer, si éstas contribuyen a dinamitar el Estado de Derecho, de pronto se han convertido en el blindaje de una, nunca mejor dicho, casta política que les roba a los ciudadanos el único derecho a decidir verdaderamente legítimo. Los chicos de Galapagar no decepcionan nunca.

También la propia composición del Gobierno constituye un embeleco. Es un Gobierno-pantalla pensado para trasladar a la opinión pública una apariencia de solvencia, seriedad y responsabilidad institucional. Justo todo aquello de lo que Pedro Sánchez carecía. Así pues, nos encontramos ante una avispada operación de lavado de imagen pagada, eso sí, querido lector, con cargo a sus impuestos. De ello se deriva la última mentira, que ya comienza a pergeñarse: consiste en la adopción de una serie de medidas estrictamente sensacionalistas dirigidas a hacer mucho ruido y a excitar los resortes ideológicos más primarios, de forma que los ciudadanos se olviden de los asuntos verdaderamente serios. Comienza, pues, el espectáculo: un poco de solidaridad papel couché con los inmigrantes, la remoción de los huesos de Franco en su tumba, mucha política de género y una suerte de plan E para regar de millones la credulidad del pueblo.

Nada de todo esto, sin embargo, me atrevo a aventurar, va a tener unos efectos determinantes en términos electorales, salvo arañarle, tal vez, unos cuantos votos a una izquierda populista en caída libre. Y ello porque, frente a la Gran Mentira, se alza ahora, como el dinosaurio de Monterroso, la Gran Verdad, es decir, la situación en Cataluña. Todo aquel que no haya comprendido el cambio sustancial que este tema ha operado en la opinión pública va ya con el paso cambiado. Y el PSOE tiene el lastre del PSC, ese tándem anacrónico, deletéreo y equidistante que conforman Iceta y Batet. Pedro Sánchez podrá hacer todos los juegos malabares que quiera, pero cada iniciativa que incida en alimentar a la bestia, cada política de apaciguamiento, cada concesión añadida (acercamiento de presos, recuperación de los artículos declarados inconstitucionales de Estatuto, impunidad de hecho) será un torpedo en la propia línea de flotación de su fuerza política. El país no está ya para juegos.

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