Tribuna

Antonio porras nadales

Catedrático de Derecho Constitucional

La peligrosa reforma del CGPJ

Ir del sistema de altas mayorías cualificadas previsto en la Constitución a un sistema de pura mayoría política supondría el definitivo triunfo de la política partidista sobre la esfera judicial

La peligrosa reforma del CGPJ La peligrosa reforma del CGPJ

La peligrosa reforma del CGPJ / rosell

El artículo 122 de la Constitución Española constituye uno de los hitos por los que discurre el itinerario problemático de nuestro Estado de Derecho: regula el Consejo General del Poder Judicial, considerado como uno de los instrumentos de control que garantizan la autonomía del poder judicial, evitando así las interferencias procedentes de la esfera política y asegurando la nuclear independencia de los jueces en el desarrollo de sus funciones. Toda una garantía del principio de división de poderes que, desde Montesquieu, preside la configuración de los modernos Estados de Derecho.

Por desgracia la Constitución hizo sólo un diseño parcial de tal órgano, dejando en manos del legislador la capacidad para concretar mediante ley orgánica algunos aspectos referidos a la representación del sector profesional de jueces y magistrados que, con doce miembros, deben constituir la mayoría, frente a los ocho miembros restantes de profesionales y especialistas en Derecho, cuyo nombramiento sí quedó bien perfilado en el texto constitucional.

La larga historia problemática del Consejo es una muestra de la dificultad que tenemos los españoles para entender lo que significan los órganos independientes, es decir, los que no surgen ni deben surgir de la coyuntural mayoría política existente en cada momento. Cuando la Constitución "quiere" un órgano independiente establece una mayoría especialmente cualificada en su mecanismo de nombramiento: se trata pues de "órganos supramayoritarios", que deben estar por encima del oscilante mundo de la política. Y por eso su periodo de mandato no coincide con el cuatrienal del periodo normal de las legislaturas sino, en el caso del Consejo, de cinco años.

Por desgracia a lo largo de décadas tal exigencia de consenso ha sido más o menos trampeada mediante el informal "sistema de cuotas", establecido en beneficio de nuestros partidos mayoritarios, PP y PSOE, de donde deben surgir los consensos necesarios para alcanzar una mayoría de tres quintos. En todo caso, y a la vista de lo que se nos viene encima, cabría decir que el viejo sistema de cuotas respetaba mínimamente el espíritu de la Constitución, aunque no siempre asegurara la mejor calidad de los designados: y es que en el sistema de cuotas con mayoría de tres quintos se supone que cada partido se coloca una venda a la hora de valorar a los candidatos que propone el otro partido; al final se comprometen a votar a todos en bloque. Y aunque los candidatos profesionales vinieran "filtrados" desde 2001 por una elección interna, al final la decisión correspondía a las cámaras, o sea, a la esfera política; pero por mayoría cualificada.

Determinar cuáles son los límites que establece la Constitución al legislador orgánico a la hora de modificar la regulación de la elección de los doce miembros profesionales parece relativamente sencillo: si para los juristas o abogados se exige una mayoría cualificada de tres quintos, es lógico deducir que para la elección de jueces y magistrados se exigiría una mayoría similar. Es decir, una configuración congruente para un órgano independiente que debe tener carácter supramayoritario.

Oscilar desde el sistema de altas mayorías cualificadas previsto en la Constitución hasta un sistema de pura mayoría política supondría el definitivo triunfo de la política partidista sobre la esfera judicial, rompiendo así con los delicados equilibrios que, desde Montesquieu se supone que deben configurar el principio de división de poderes. Lo cual nos situaría ante el riesgo de hacer oscilar el edificio de nuestro Estado de Derecho hacia la peligrosa categoría de las democracias bolivarianas, tras las que se esconde todo un proceloso precipicio que conduce, al final, hacia los llamados estados fallidos: o sea, al desastre histórico.

Desde ciertas esferas internacionales, y también desde la Unión Europea, se han intentado establecer cláusulas de garantía para evitar estos procesos degradatorios: son las llamadas cláusulas rule of law o Estado de Derecho. Un instrumento civilizatorio que trata de frenar el riesgo de degradación democrática presente en muchos países, especialmente cuando nos enfrentamos a la mayor pandemia que vieron los siglos.

Aprovechar el río revuelto de la pandemia para barrenar los cimientos de nuestro Estado de Derecho no parece una estrategia democrática consistente: a nuestros gobernantes deberíamos pedirles que, primero, nos saquen a todos de esta angustiosa supervivencia, cuajada de errores y sinsabores, para después plantearse serenamente cómo poner en marcha de forma adecuada los mecanismos constitucionales que permitan la renovación del Consejo General del Poder Judicial. Una estrategia tras la que sólo existe una exigencia alcanzable: el consenso que exige nuestra Constitución.

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