Han pasado veinticinco años desde que mi padre, Luis Portero García, cruzó el portal de nuestra casa en Granada para deshabitarla para siempre. Son casi las tres de la madrugada y no puedo dormir. Escribo desde la misma casa. Quizás escribir estas líneas sea una forma de respirar, señora directora.
Era mediodía, las 14:15 del 9 de octubre del año 2000, y el odio estaba tan alto como el Sol, incendiando el aire hasta hacerlo oler a disparo. Aquel día, la barbarie segó la vida de un hombre bueno, como si la verdad y la justicia fueran amenazas que debieran silenciarse.
A mi padre se le denegó la escolta, pero llevaba consigo algo mucho más fuerte que un arma: principios. Creía, con la serenidad de los justos, que servir a la ley era una forma de servir al ser humano. Que la justicia debía ser luz, no venganza; equilibrio, no poder; integridad, no corrupción.
Por eso lo mataron: porque encarnaba la voz serena del Estado que no se arrodilla ante el miedo, del hombre que no se casaba con nadie, que defendía sus convicciones sin servilismo, con la autoridad de quien sabe que la verdad no necesita alzar la voz.
Le habían propuesto ser fiscal general del Estado, pero su grandeza residía en otra parte: en su humildad como ser humano y profesional, en su fe en la palabra, en su respeto silencioso por los demás.
Mi juventud se rasgó como un papel herido, desmembrándose entre las manos del tiempo. Se me vació la vida, como si me hubiera ido de la mano con él. Fue, precisamente, mi último gesto cuando me encontré a mi padre, a solas, en el portal de la casa, cerca del ascensor: sostener su mano y acariciarle con dulzura. Mirar su rostro, bañado en una aureola de sangre, fue un desgarro que resquebrajó mi existencia, pero su mirada quieta, aún abierta, infundía paz incluso tras el último aliento. Y luego, el grito, minutos después: el de mi madre, el de mi hermana.
Un grito que aún resuena en mi memoria, como un eco que no se disipa, suspendido entre aquel instante y el tiempo. No puedo describir el umbral de aquel dolor. Aún hoy se reabre al escribir estas líneas, que ya bailan entre lágrimas y se ahogan en un llanto gutural, de esos que nacen donde el alma no tiene palabras.
Luis Portero García era un hombre de principios hondos, de esa cortesía antigua que ya escasea, de palabra limpia y mirada clara. Un buen esposo, padre, hermano, hijo y amigo.
De esas personas que pasan por la vida sin querer molestar, siempre dispuestas a tender la mano, a construir en silencio, sin alardes.
Incluso en su muerte, mi padre fue coherente con su forma de entender la vida. Donamos todos sus órganos, porque así era él, generoso hasta el final. Quisimos responder a la violencia con vida, oponer a la muerte el milagro de la continuidad, o como escribió Francisco Umbral al día siguiente, "la resurrección de la carne". El sueño de mi padre había sido crear una fundación en vida, y así lo hicimos tras su partida. Así nació la Fundación Luis Portero García, “para dar y sentir la vida”. Un espacio nacido de la herida, dedicado a promover la donación de órganos y a defender los derechos humanos, esos mismos valores que él protegió hasta su último día. Fue nuestra manera de que su voz siguiera respirando en el mundo, de que su muerte no tuviera la última palabra.
He de confesar que solo aquel día supe realmente quién era mi padre en el plano profesional. No fui consciente hasta entonces del peso de su responsabilidad, ser el primer Fiscal Jefe del Tribunal Superior de Justicia de Andalucía y Fiscal Jefe de Granada. Hasta ese día, para mí, era, sencillamente, mi padre: un hombre afable, reflexivo, culto y trabajador, con un humor fino y una templanza que desarmaba.
Luis tenía la virtud de creer en la justicia a ciegas, con esperanza. Creía que el Derecho debía proteger la dignidad humana, no enredarla en formalismos. Pertenecía a esa estirpe de personas que, sin querer hacerse notar, permanecen para siempre, porque miran de frente, sin resquicios, y dejan tras de sí una estela de serenidad.
Recibimos cientos de dibujos de niños que inundaron el portal de nuestra casa, y decenas de cartas de mujeres maltratadas que agradecían su ayuda, de trasplantados de órganos agradeciendo el gesto de la donación, de otros familiares de víctimas, y hasta de un preso que reconocía la justicia humana con la que mi padre ejercía su cargo. Cada una de ellas era una flor distinta en el jardín de su memoria. El día que lo mataron comprendí lo que poco después diría sobre él: mi padre era un ser mayúsculo que se hacía escribir con letras minúsculas.
También aprendí una de las lecciones más importantes de mi vida, que me la dio mi madre, Chari. Mi padre había sido el único amor que conoció. Jamás los vi discutir delante de nosotros. Se cogían de la mano, y las muestras de cariño eran constantes, como un lenguaje silencioso que todo lo decía.
Mi madre lo perdió todo, pero se tragó el dolor más hondo para seguir siendo madre. El mismo día que lo mataron le dije que no quería volver a pasar por el portal de la casa. Ella me miró fijamente y me dijo: “Al toro debes cogerlo siempre por los cuernos o te perseguirá toda la vida. Pasarás por ese portal todas las veces que sean necesarias hasta que aceptes lo que ha pasado.”
Paso con frecuencia por el portal donde asesinaron a mi padre, pues vengo a esta casa cuando imparto clases en la universidad. No he conseguido olvidar aquella imagen, aunque no siempre se repite. Estoy sola, y reverberan en mi mente aquellas palabras. Mi madre se negó a vender la casa, porque nunca quiso huir de la verdad. Su amor, su entereza y su ejemplo fueron más grandes que el miedo. Fue, y sigue siendo, el pilar matricial que nos sostuvo en la ruina, aun cuando apenas podía sostenerse a sí misma. Su fortaleza nos salvó. Sus palabras y sus actos quedaron grabados para siempre.
Y aún hoy, en mi retina pervive aquella marea amniótica de ciudadanos de Granada que nos arroparon entonces, cuando el dolor era tan brutal que solo el abrazo colectivo impidió que nos desmoronáramos por completo. Todavía escucho el murmullo de aquellas voces unidas frente a la sinrazón. Aquel día comprendí que el amor también puede tener forma de multitud, que la memoria puede ser un refugio compartido, porque sí: la unión hace la fuerza. Y mi gratitud será eterna.
Ojalá la humanidad supiera unirse más frente a la barbarie.
Han pasado veinticinco años que, en un pestañeo, pesan como toneladas de vacío sin sentido, un peso invisible que nos acompaña cada día, y que también recae sobre unos nietos a los que se les arrebató un abuelo que habrían adorado.
Desde entonces, comencé a trabajar la Cultura de Paz a través del arte contemporáneo, porque el arte es mi respiración más profunda. Es mi herida y mi sutura.
En cada trazo que dibujo, en cada instalación que levanto, en cada escultura, pintura, fotografía o pieza de videoarte, busco reconciliarme con lo que arde en mí hasta consumirme, y también con aquello que calla. La creación me salva: me permite acariciar la belleza del instante y devolverle forma al amor que me fue arrebatado aquel 9 de octubre. Busco, a través del arte, un diálogo entre culturas y ser un eco de la no violencia. Y cuando ejerzo como profesora en la universidad, no solo quiero transmitir conocimientos, sino también valores, porque creo que son el verdadero sostén de la sociedad.
Pero hoy no escribo solo desde la hija. Escribo desde la ciudadana que contempla, con una mezcla de estupor y tristeza, cómo algunos de los asesinos vuelven a la calle, acogen el tercer grado y hablan de “reinserción” sin haber pedido perdón ni colaborado con la justicia. Más de trescientos asesinatos de ETA siguen sin resolver: nombres suspendidos en el aire, parejas, padres, hermanos que no volvieron; hijos que crecieron sin respuestas; madres que aún miran hacia la puerta con la esperanza imposible de un regreso que se repite en sueños y que ya solo es una pesadilla.
Esa impunidad es otra forma de asesinato, más lenta, más silenciosa, pero igual de cruel. Cuando veo a los etarras obtener beneficios penitenciarios mientras las víctimas seguimos esperando justicia, siento que el Estado al que mi padre dedicó su vida se tambalea. La justicia no puede ser un trámite. El perdón no puede ser una formalidad. Y la memoria no puede ser un acto ocasional.
Mi padre me enseñó que la verdad es el único terreno donde puede crecer la dignidad; que la independencia tiene un coste elevado, pero vale la pena pagarlo. Y aunque el tiempo haya pasado, su voz sigue guiando cada uno de mis pasos.
Por eso pido, por él y por todos los que fueron silenciados, que no olvidemos. Que los responsables de tantos crímenes sin resolver no duerman tranquilos mientras haya familias que aún lloran en silencio. Es de justicia. Que los jueces, los fiscales, los políticos y los ciudadanos sostengamos la memoria como un acto de amor y de justicia.
Porque toda víctima de la violencia merece dignidad y memoria, y quiero seguir creyendo que la justicia que defendió mi padre con su vida sigue latiendo.
Son casi las cuatro y media de la madrugada, pero sentía el deber de escribir estas líneas. Gracias al periódico por abrirme este espacio de memoria.
A veces me pregunto cómo habría sido nuestra vida sin aquel fatídico día.
Papá, nunca dejaré de ser un verso suelto, como tú lo fuiste: libre, incorruptible. Me quedo con tu ejemplo. En cada azul limpio de mar o de cielo, veo tu mirada. Me inspira, me guía, y siento, como entonces, que me envuelve ese halo de bondad que siempre te caracterizó.
Son veinticinco años que se conmemoran en silencio, pero no puede haber paz si la memoria se olvida.