AUTOPISTA 61 POR EDUARDO JORDÁ

Penitencia estival

En contra de lo que pueda parecer, las vacaciones de verano no son un periodo de felicidad hedonista y de despreocupación indolente. Más bien son todo lo contrario, y si lo pensamos bien, son el equivalente más próximo de la Cuaresma, aunque la nuestra sea una época que no cree en la penitencia ni en la expiación. Porque durante las vacaciones sufrimos la maldición de alcanzar todo lo que hemos estado deseando durante el resto del año.

Mientras trabajamos, mientras soportamos la rutina y la esclavitud del horario laboral, mientras bostezamos en un atasco, soñamos con el descanso, el ocio, los viajes, la familia y la compañía de los amigos. Y lo soportamos todo pensando que pronto llegará la hora de desconectar el despertador y de dedicarnos a hacer sólo lo que de verdad queramos hacer. Y en la parada del autobús, o fichando en la oficina, se nos hace la boca agua porque tenemos la mente puesta en ese tiempo de felicidad prometida. Hasta que de repente llegan las vacaciones y nos encontramos con el descanso, el tiempo libre, los viajes, la familia y los amigos.

Ése es el peor momento, justo cuando nos damos cuenta de que por fin tenemos todo lo que queríamos. Ya tenemos la libertad laboral, y la familia ya está a nuestra disposición, y ya somos dueños de nuestro tiempo (aunque sólo sea durante un mes), y ahora ya podemos hacer todo lo que ha justificado nuestra vida aburrida del resto del año. Ya podemos viajar al país que siempre hemos soñado conocer, o leer ese libro que lleva tanto tiempo esperando en la mesilla de noche, o dedicarle por fin todo el tiempo que se merece a la persona que queremos. Y por fin podemos disfrutar de la familia y de los niños, y jugar con ellos, y pasar largas horas en su compañía. Sí, al fin podemos realizar nuestros sueños.

Y entonces empieza la pesadilla. El viaje al lugar soñado no es lo que habíamos esperado (hay chinches en la cama del hotel o una discoteca que atruena en la calle hasta las tres de la madrugada). Y la convivencia con la persona que queremos nos revela cosas de la otra persona –y de nosotros mismos- que preferiríamos no haber conocido. Y la plácida convivencia con la familia y los amigos no resulta ser tan agradable ni tan cordial como habíamos creído: hay peleas, y aburrimiento, y maledicencias y rencores que estallan en las cenas del jardín. Y una mañana, cuando sólo llevamos una semana de vacaciones, soñamos sin saber por qué con volver a bostezar aburridos en la parada del autobús.

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