Cien años de la muerte de Joselito

Un recuerdo que permanece vivo

  • Hace un siglo de la cogida y muerte de Gallito en Talavera de la Reina l Guerrita remató el pésame a Rafael el Gallo con un rotundo "¡Se acabaron los toros!"

La gran imagen de la tragedia fue la desolación de Ignacio Sánchez Mejías velando a su cuñado José.

La gran imagen de la tragedia fue la desolación de Ignacio Sánchez Mejías velando a su cuñado José.

Cien años se cumplen hoy de la muerte del que es considerado de forma mayoritaria como Rey de los Toreros, José Gómez Ortega Gallito. Cien años de su desaparición y el toreo sigue recordando a quien revolucionó la Fiesta hasta encauzarla por los cauces que la llevaron a la modernidad, de ahí que este malhadado bisiesto haya tomado el nombre de Año Gallito por los que continúan amando ese espectáculo único de la corrida de toros en la que se muere de verdad. La tragedia sucedió en Talavera de la Reina alternando con su cuñado Ignacio Sánchez Mejías para matar una corrida de la Viuda de Ortega que nunca debió torear.Estaba previsto que esa corrida la matasen su hermano Rafael, su cuñado Ignacio y el malagueño Larita, pero la intercesión del prestigioso crítico Gregorio Corrochano hizo que la corrida quedase en un mano a mano entre José e Ignacio. Lo que le pareció bien a José, pues así se alejaba de Madrid, donde la tarde anterior, día del Patrón, el público había estado especialmente duro con él y con Belmonte. De hecho, aquella tarde recordarían ambos con amargura aquella frase de Guerrita en la que abominaba del público de la capital: "En Madrid, que atoree San Isidro", sentenció el poderoso torero cordobés.

En el viaje a Talavera hubo un incidente en Torrijos con un aficionado y, por si fuera poco, el banderillero valenciano Enrique Blanquet, mano derecha de José y bastante supersticioso, musitó en el patio de caballos mientras José se liaba en su capote de paseo negro "he olido a cera", lo que era en el mundo del toro como una especie de premonición trágica. Pero siguió el viaje a Talavera y José le ordenó a Paco Botas, su mozo de espadas, que le sacase un terno corinto y oro que le habían confeccionado en Lima. Y el tiempo discurría, José parecía de muy buen humor, hasta se cantiñeó las Coplas del Espartero que tanto le gustaban, se colgó la medalla de la Macarena y otra del Gran Poder más un camafeo con la foto de su madre y para la plaza.

Y el paseo a las cuatro y media en todos los relojes de la tarde con Ignacio a su diestra y con seis toros muy vareados de doña Josefa Corrochano, viuda de Ortega y prima del crítico Corrochano, esperando en los chiqueros. Y entre esos seis toros estaba Bailaor, hijo de Bailaora y de Canastillo, un semental del Conde de Santa Coloma que dio 260 kilos en canal, negro, cornicorto, badanudo y que, según le advirtió Blanquet a José cuando tocaron a matar, parecía reparado de la vista. Se corrió en quinto lugar y, efectivamente, ese defecto en la visión fue decisivo para la tragedia. José iba a desplegar la muleta, fue acercándose y cuando entró en el espacio visual del toro, éste se arrancó de forma inopinada para cornearle por el vientre.

Con las tripas fuera, José gritaba una de esas frases que han entrado en la historia del toreo. "Que llamen a Mascarell" repetía casi agónico José en demanda del médico de su confianza. Un grito que se repetiría con los años en varias ocasiones en enfermerías habitualmente de pueblo. En Linares gritó Manolete un "que venga Jiménez Guinea" que a Álvaro Domecq jamás se le fue de la memoria, como urgió en Pozoblanco Paquirri pidiendo la presencia inmediata de Ramón Vila. El parte facultativo que firmó el doctor Venancio Luque decía: "Durante la lidia del quinto toro ha ingresado a la enfermería el espada José Gómez Ortega con una herida penetrante en el vientre, en la región inguinal derecha con salida del epiplón, intestinos y vejiga; gran traumatismo y posible hemorragia interna, sin posibilidad ninguna de intervención científica. Otra herida en el tercio superior, parte externa del muslo derecho. Pronóstico gravísimo". Entró en shock inmediatamente y falleció a las siete y diez minutos de la tarde.

La capilla ardiente se instaló en su domicilio madrileño de calle Arrieta 14. Allí se veló el cadáver hasta que fue trasladado a Sevilla el día 19 para que la capital andaluza viviese el entierro más memorable de los conocidos hasta entonces, con un gentío impresionante acompañando al coche fúnebre hasta el cementerio de San Fernando mediante un itinerario que contó con dos paradas muy principales, el paso por su domicilio de la Alameda y por la iglesia de San Gil, donde sería vestida de negro su Virgen de la Esperanza. Aquello dejó mucha carga de emotividad, como por ejemplo el telegrama que Guerrita le puso al hermano, Rafael el Gallo: «Impresionadísimo y con verdadero sentimiento te envío mi más sentido pésame. ¡Se acabaron los toros!».

Ese se acabaron los toros tuvo acompañamientos como la confesión de Juan Belmonte a su amigo el notario Luis Bollaín cuando venía de hacer testamento en su Notaría en Coria del Río. A su paso por Gelves, el pueblo natal de Gallito y donde existe un monumento a su persona, le dijo Juan a Bollaín: "José me ganó la batalla aquella tarde en Talavera". Eso lo decía cuarenta años después y hoy, un siglo justo más tarde del drama se le sigue recordando como lo que fue, el líder de la Edad de Oro del toreo. Y toda esa carga de reconocimientos y prestigio hay que tener en cuenta que la labró a lo largo de sólo ocho años de vida, los que van desde su alternativa en San Miguel de 1912 hasta que Bailaor, de la Viuda de Ortega, escurrido de carnes y burriciego, se le cruzó en el camino en una plaza de pueblo.Son muchos los que lo catalogan como Rey de los Toreros y la verdad es que nadie da el paso adelante para contradecirlo, ni siquiera los belmontistas quieren entrar en un debate en el que hasta puede faltarse al respeto a cualquiera de los dos. Pero decir que Juan Belmonte es obra de Manuel Chaves Nogales roza mucho la irrespetuosidad y mejor que debatir es continuar la senda ya establecida sobre la supremacía de José en la Historia del Toreo. Eso sin contar con un biógrafo tan grande como Chaves ni con lo que adorna la figura de su cuñado Ignacio, la mejor elegía en castellano, la que salió de la cabeza y el corazón de Federico. Para José, sin embargo, quedan los versos que le dedicó un joven Rafael Alberti: Cuatro arcángeles bajaban / y, abriendo surcos de flores, / al rey de los matadores / en hombros se lo llevaban. Hoy se cumplen cien años de aquello y su importancia sigue vigente.

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