Historia taurina

¡Qué viene Manili! Azul asuncionista y oro

  • La puerta grande lograda por el torero de Cantillana Manuel Ruiz en la plaza de Las Ventas en 1988 le supuso la vuelta a las ferias de postín y el reconocimiento del público

Traje de luces azul asuncionista y oro de Manili.

Traje de luces azul asuncionista y oro de Manili. / Manuel Ruiz

Madrid, la que da y la que quita. Siempre fue así. La cátedra del toreo. Un triunfo en sus arenas siempre significó que un simple mortal, si en Madrid tocase el cielo, tendría aureola de héroe. Madrid, primera plaza del toreo. Tribunal temido por su dureza, pero entregado si la verdad fluye natural y verdadera en el ruedo.

¡Cuántos toreros han ido a Madrid olvidados, en el más absoluto ostracismo, y un triunfo les supuso entrar en el Olimpo del toreo! Muchos. Siempre fue así, y así debería de seguir siendo. Gracias a Madrid, espadas marginadas, oscurecidas por el tiempo o inmerecidamente olvidadas por la afición tuvieron el reconocimiento que previamente, y tal vez sin motivos, les había sido negado.

Corría el mes de mayo de 1988. La Feria de San Isidro no había hecho más que comenzar. Es martes 17 y en el cartel se anuncia el quinto festejo del ciclo. Los toros pertenecen a la legendaria ganadería de Miura. Para darles lidia y muerte, tres valientes. Manolo Cortés, el estilista torero de Ginés, es el que abre la terna. Muchos se preguntan cómo Cortés se ha anunciado con los pupilos de Zahariche, tan contrapuestos en comportamiento a sus finas maneras.

También forma parte de la terna un especialista. Francisco Ruiz Miguel nunca defrauda con los toros legendarios de Miura. Su figura está aparejada a la ganadería y en aquellos años era un binomio que aseguraba emociones fuertes sobre el ruedo. Cerraba el cartel un torero honrado, con un oficio más que suficiente, valiente y conocedor de los toros con los que tenía que lidiar. Manuel Ruiz Manili llevaba muchos años en la profesión. Había tomado la alternativa de manos de Curro Romero en 1976, sobre el dorado albero maestrante.

El paso de los años había opacado su estrella, pero su profesionalidad, su torería y su oficio consolidado había crecido con el tiempo. Esa tarde tal vez era la última estación para retomar el camino de muchos sueños y anhelos. Aquellos mismos que le habían llevado, en su Cantillana natal, a querer ser torero cuando la década de los setenta no había hecho más que despuntar. Había que apostar de verdad y Manili era conocedor de ello.

El cielo luce azul. El torero se asoma a la ventana. El viento parece estar en calma. Sobre la silla un terno, celeste y oro, aguarda ser vestido. El color le trae al torero bellos recuerdos. Tal vez ese azul radiante le trae a la memoria las tardes del 15 de agosto, cuando por las calles de su pueblo, revestidas de amplias colgaduras del mismo color que su traje, se hace camino sacro para ser pisado por la Asunción de Cantillana antes de su subida a los cielos.

La memoria y la nostalgia le sirven para pasar la vigilia de las horas previas al festejo. Sin darse cuenta, vestido de celeste asuncionista y oro, Manili está en la puerta de cuadrillas del coso de Las Ventas de Madrid. Es el momento esperado. Es ahora o nunca. El triunfo puede suponer reverdecer viejos laureles. El fracaso seguir en una sima profunda, tan profunda que puede mermar ilusiones y deseos.

Los dos primeros toros han hecho honor a su leyenda. En el tipo de la casa. Altos, zancudos. Su comportamiento bronco, difíciles, a la defensiva, eso sí, con gran movilidad. En la tronera del burladero de matadores está expectante un Manili que ansía la salida del primero de su lote en una tarde tan significativa e importante. El toro atiende por Choricito. Es un Miura, tanto por hechuras como por ideas. Manili está centrado con él. Cuando toma la muleta, el drama está servido. Todo está listo para una batalla campal. El toro, o el torero.

Muchos piensan que el torero de Cantillana naufragaría ante tamaña tempestad de casta. Pero más casta tenía el espada. Su muleta, su brazo firme y su valor logran domeñar aquellas broncas embestidas. Primero fue dominar a la bestia, una vez conseguido, todo consistía en hacerla pasar por donde quería aquel hombre menudo, enjuto y alejado de todo canon estético.

La belleza comenzó a brotar por sí sola. El toreo de verdad solo entiende de una estética; la del dominio de la razón sobre la fuerza bruta. Los tendidos se rinden ante tanta verdad. Manili no solo ha podido con el Miura, también lo ha hecho con el público y con su propio destino. Cómo sería la actuación del torero que a pesar de los dos pinchazos que preceden a una estocada, el público, sabio siempre, le premia con una oreja, dando con ella una clamorosa vuelta al ruedo.

En su segundo, Londrito de nombre, Manili ratificó que lo hecho a su primero no fue un espejismo. De nuevo, a pesar de las dificultades del toro, el hombre volvió a dominar a la bestia. Los tendidos bullen y hierven. Aquel hombre se coloca, armado con una tela de franela roja, donde nadie pensaba que lo haría. Los pitones rozan su cuerpo, pero Manili está ahí, sobrio, consciente de su conocimiento y sabedor de su oficio. La espada es certera con su cometido. El triunfo, a través de una épica poco vista, ha llegado. Se abre la puerta grande. La calle de Alcalá se vislumbra al final con un público entregado al Tigre de Cantillana, como le llamaron.

Aquella puerta grande le supuso la vuelta a las ferias de postín y al reconocimiento de los públicos. Al día siguiente, con las cabezas de sus dos oponentes sobre la vaca del coche, su llegada a su Cantillana natal fue gloriosa. Aquel celeste, tan asuncionista en su pueblo, quedó siempre asociado a su figura, y el grito "¡qué viene Manili!" se hizo habitual en todas las plazas del planeta de los toros.

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