Aquel verano del que quiero hablaros fueron, en realidad, tres veranos de mi adolescencia. Mis padres han tenido siempre una fuerte sensibilidad solidaria, una preocupación por los más necesitados y vulnerables. Esta inquietud, de raíz cristiana, es el mejor testamento que nos han dejado a mi hermana y a mí. Su cristianismo no se ha quedado en palabras o prácticas piadosas; ha estado ligado, sí o sí, a un compromiso activo con los más desfavorecidos. Cuando lo pienso, cuando algunas personas me comentan que no han sabido trasmitir el Evangelio a sus hijos, me doy cuenta de que los míos lo han hecho sin esfuerzo, porque en ellos la fe era vida. Su compromiso real con los más pobres era la forma natural y coherente de amar a Dios. Las palabras sin vida son arrastradas por el viento. La fe que, en cambio, te hace misericordioso y da sentido a las encrucijadas más difíciles, se queda para siempre en nosotros, nos demos cuenta o no. Creer y amar, esperar y construir un mundo más justo, se convierten en la misma cosa.
Por ello, durante tres veranos de mi adolescencia -adolescencia, en otro orden, tan compleja para mí- nos marchamos toda la familia, y algunos amigos que iban cambiando por año, a trabajar como voluntarios a un centro de discapacitados físicos y psíquicos, el Centro de Deficientes Profundos João Paulo II en Fátima, un macrocomplejo financiado con los donativos del santuario de Fátima y la União das Misericórdias Portuguesas.
Recuerdo que el primer día, tras la primera visita a los pequeños hogares que componen el centro, mi padre dijo que, si queríamos, podíamos dejarlo…: nos quedamos y regresamos dos veranos más. Cuando eres muy joven y todo es confuso y nada te satisface, ni tú mismo a ti mismo, recibí el precioso don de desplazarme de mi ombligo para descubrir que en darte a los demás está el sentido de la vida, la belleza de existir y el camino que, pase lo que pase, siempre estará abierto para devolverte a la cordura.
Un mes de agosto entre cuerpos deformados hasta lo inexplicable, niños autistas que se autolesionan y golpean, seres que parecen creados por un dios errático y en cuyo corazón y en cuyas caricias, sin embargo, encontrabas la cercanía del Dios verdadero, el viviente, el del amor, es algo que marca tu manera de entender tu lugar en el mundo.
De entre todas las experiencias, una permaneció en mí especialmente. Fue la amistad con Maria dos Remédios. Era mayor que yo. Había sido secretaria. Guardaba una caja con fotos de lo que había sido su vida: alta, guapa, con clase, siempre sonriente. Había tenido novio: portugués de mandíbula morena y copioso pelo azabache peinado hacia atrás. Todo su pasado, también su novio, estaba en esa caja de fotos. Una enfermedad degenerativa había deformado su cuerpo hasta convertirlo en un sarmiento seco, enroscado, sin forma definible. Y luego estaban los dolores, y el no poder hablar, ni tragar, ni sostener el cuello para dirigir la mirada en movimiento libre. Y los espasmos imprevisibles. Desde el principio un lenguaje desconocido medió entre ella y yo. La quería; éramos amigos sin más; nos entendíamos más allá de las pocas letras que podía apuntar con su dedo en una tabla.
Muchas veces salíamos en su silla -sujeta por mil vendas- a pasear por el bosque. Nos deteníamos al borde del valle, nos dábamos la mano y contemplábamos la caída del sol, como si al mirarlo juntos estuviésemos viendo nuestras almas, eso que no se puede alcanzar con los ojos y sólo intuye el corazón.
Al acabar la jornada, pasaba por su módulo para darle un beso y acariciar su pelo durante unos minutos antes de dormir.
Estos tres veranos quizá fueron los más felices que recuerdo. No todo era trabajo. Tras las jornadas -los internos iban a dormir muy pronto- descubríamos algunos de los secretos de la hermosa tierra portuguesa. Cuando vives entregado, cuando desplazas tus pequeñas preocupaciones y pones en el centro de tu afán las vidas de quienes realmente necesitan de tus manos, una especie de luz te hace ver todo con gratitud, una gratitud que es claridad interior. Cada pequeño detalle es revelación. Vivir tiene sentido, quizá porque en cada pequeñez encuentras una relación con todo sin necesidad de pensarlo mucho. Tal vez eso es sentir la experiencia de la gracia divina: como la amistad, como el amor, ocurre sin más.
Cada verano era difícil despedirme de Maria dos Remédios, pero la promesa de volver al año próximo mitigaba la separación. Supe de su muerte cuando era ya novicio en un convento.
Mi poesía se introduce en los misterios de la existencia y de Dios a través del misterio del ser humano. Estas experiencias al borde de la vida y de lo comprensible, sin duda, han influido en ello. Como decía Edith Stein, seguramente los acontecimientos decisivos de la historia del mundo fueron influenciados por almas de las que nada dicen los libros de historia. Confieso que a veces le hablo, le rezo a Maria dos Remédios, cuyos apellidos he olvidado. Pero la corriente vivificante de la vida mística permanece invisible. Es algo que sólo sabremos el día en que todo será revelado.
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