Granada

Guardias urbanos y policías locales

  • En verano aquellos guardias merecían un monumento; resolvían las alteraciones callejeras de borrachines y gamberros en 10 minutos Eran más respetados porque los chorizos tenían otro aliño

La Guardia Urbana que en mi infancia conocí en nada se parece a la llamada ahora Policía Local. Tal vez la preparación de la actual esté lógicamente muy por encima de aquella desconocedora de móviles y ordenadores y sin el apoyo de videocámaras y radares; pero su figura estaba más cercana al pueblo porque el guardia que no era amigo era vecino y sus hijos jugaban con los demás en la placeta del barrio. Tampoco aquella Granada pueblerina era la de hoy ni los chorizos de entonces tenían el mismo aliño ni el mismo desaliño.

La misma palabra guardia resultaba más cercana, más acogedora, tal vez por su relación con el verbo guardar, preservar, asegurar. Más fría resulta la palabra policía y tampoco estoy seguro de que hoy tal funcionario me guarde, me preserve y me asegure, porque el primero en no estar seguro es él.

Si alguno de aquellos guardias sabía idiomas, cosa rarísima, lucía en la manga de su guerrera el escudo del país cuya lengua hablaba. Yo solo recuerdo a aquel que llevaba bordada y con orgullo la bandera francesa, porque solía trabajar en mi barrio del Sagrario, cerca de la Catedral y la Capilla Real, tan frecuentado por turistas. Entonces saber idiomas era saber francés, tanto que la palabra turista viene del francés tour, y al extranjero le solíamos llamar franchute aunque fuera sueco.

Aquellos guardias iban uniformados y solían saludar al ciudadano llevando los dedos de su mano derecha a la visera de la gorra. Costumbre perdida hoy casi por completo porque la joven, aguerrida y estirada Policía Local o lleva la gorra en el bolsillo para lucir rizos y melena, o cree que saludar con educación es descender de categoría. Razón por la que cuando te acercas te miran de reojo y a duras penas resuelven tus dudas. Como es natural hay honrosas excepciones.

Las alteraciones callejeras de borrachines y gamberrillos jugando a la pelota en la vía pública se resolvían en diez minutos. El beodo era conducido al Asilo Nocturno junto a la Iglesia de las Carmelitas o a la Casa de Socorro en camastro de moribundos, y al 'futbolista' le rajaban la pelota sin piedad con una navaja de Albacete; tal vez así se frustraron muchos Iniestas y Ronaldos que podrían haber enriquecido la cantera del Granada; pero al final los guardias y los padres de los gamberros acababan intercambiando amistosamente Ideales, Celtas o Currucos liados en el papel Bubi, Jean o Abadie, sellando el conflicto con un vaso de buen mosto en las Bodegas Espinosa.

Lamento que se perdiera la clásica figura del Guardia de Circulación. Los semáforos me la arrebataron y con ello dejé de extasiarme en Puerta Real viendo al uniformado de chaquetilla y casco blancos, con sus brazos en forma de cuatro, dirigiendo con el silbato una orquesta no demasiado afinada de vehículos y peatones. Tocaba el silbato lo justo y lo necesario; no les amargaba la vida a los vecinos abusando, entre otras cosas porque tocar mucho el pito no estaba bien visto, según nos enseñaban a los niños en el catecismo y nos recordaban en la escuela.

Aquellos guardias de circulación merecían un monumento sobre todo en invierno y mucho más en julio y agosto. Se conformaron con tener un buen gabán hasta los tobillos en invierno, una toldilla en verano a 40 grados y unos regalillos en su día del guardia a fin de año. A aquellos urbanos se les tenía respeto, tal vez porque los primeros en respetarlos eran las autoridades y los ciudadanos de buena voluntad. Fórmula que resultaba buena para no desmoralizarlos y que se tomaran en serio su oficio. No estaría mal que a los jóvenes policías locales actuales se les rebajara un poco el orgullo y se les recompensara con más respeto para que a cambio respondieran al ciudadano con más dosis de elegancia y buena educación.

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