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Granada

Torera por amor

  • Debutó en septiembre de 1935, pocos meses después de que su marido, Miguel Morilla, 'Atarfeño', con el que vivió un inteso romance, muriera corneado en la plaza del Triunfo

En los primeros decenios del siglo XX, a las lidiadoras la prensa las llamaba "señoritas toreras". Una de ellas fue Luisa Jiménez Carvajal, Viuda de Atarfeño, como aparecía en los carteles. A Miguel Morilla Espinar, Atarfeño, por el pueblo de su nacimiento, lo mató el toro Estrellito en la plaza granadina del Triunfo, la tarde del 2 de septiembre de 1934. El diestro dejaba a una bellísima viuda y a un hijo de 17 meses. Para Luisa, que presenciaba la corrida, y para su niño, fueron las últimas palabras del diestro: "¡Id por mi niño corriendo!". Pero al tiempo le habían cortado las alas y su sangre formaba ya "... un charco de agonía", como García Lorca iba a escribir en la elegía Llanto por Ignacio Sánchez Mejías, muerto semanas antes por el toro Granadino, en la plaza de Manzanares. La cogida de Atarfeño tuvo que ser otro duro golpe para Lorca, a quien le unía una amistad personal con el joven torero.

Luisa Jiménez había nacido en Guadix el 12 de noviembre de 1911, en el seno de una familia de siete hermanos. Hacia 1920, Alfonso Jiménez Tortosa, padre de Luisa, se instaló en Granada, como propietario de un hotel, en la calle Campo Verde, 3. Luisa se educó en un colegio de monjas. Cuando acabó los estudios se dedicó a ayudar a su padre, en el negocio familiar.

El hotel donde solían alojarse los toreros, en Granada, estaba en la calle San Matías. La afluencia de huéspedes durante las fiestas de 1931 fue la causa de que el torero Atarfeño se hospedara en el hotel de Campo Verde, de don Alfonso Jiménez Tortosa. Luisa y Miguel, Atarfeño, se conocían; pero fue entonces cuando se descubrieron fascinados, y el amor les lanzó su impetuoso embate. Tan brioso y entregado que, a los diez días, unían sus vidas, en aquel jubiloso año de la Segunda República, venciendo los obstáculos, conflictos e incomprensiones familiares. ¡Quizá por algo insondable, ellos sabían que tenían un tiempo único para amarse! Y decidieron compartir todos sus sueños. "Desde que nos conocimos -explicaría Luisa- me entró una gran afición por la fiesta de los toros. Yo he presenciado todas sus corridas de ese tiempo que fuimos casados..., todas..., hasta la fatal, la última...".

Porque ella no era mujer de quedarse esperando en la casa, durante esas horas negras de la corrida, que viven las mujeres del torero: madre, hermana, esposa, novia, metidas en el interminable túnel de cada tarde de corrida. Cuando se separan, el torero le reitera su amor desde todas las plazas. En Sevilla, con papel timbrado del Gran Café de París, de la calle de la Campana, 9, le escribe: "Inolvidable Luisa... Dime muchas cosas y escríbeme mucho, qué dicen tu familia y si han ido a verte tus hermanos o alguien de Granada; Luisa, si estoy bien el domingo aquí, en Sevilla, te voy a traer aquí para la Feria y te voy a llevar a Madrid [...]. Muchos besos a todos y para ti el cariño del que no te olvida ni un momento, tu Miguel. Calle San Roque, 15"..

Y, desde Barcelona, en el Gran Café El Gato Negro, de la Rambla del Centro, Atarfeño, el Romeo torero, se confiesa incapaz de vivir sin el amor de su Julieta: "Querida Luisa, Dios ha querido que estemos una semana más sin vernos, yo prenda, no puedo estar sin ti, Luisa de mi alma, pídele a Dios que no se suspenda el domingo próximo [...]. ¡Luisa! ¡Luisa! no me olvides nunca, no dejes de amarme pues me volvería loco, me mataría. Sí, Luisa, yo quisiera que me vieras en estos momentos, estoy llorando prenda mía, cuanto que termine de escribirte te voy a comprar un vestido, sí, a mi mujer, que es a la única que tengo que atender en este mundo. Adiós Luisa de mi alma, adiós, no olvides al que te ama, y te amará hasta la eternidad, tu Miguel".

"En la vida de Miguel yo iba también a las dehesas, a torear con él y él me adiestraba. Ya se hablaba de que debutaría con él en un festival benéfico que se iba a dar en Granada". Leyendo estas declaraciones de Luisa, es lícito pensar que Atarfeño debía de ser un andaluz atípico. Un hombre que permitía que su mujer estuviera en el tendido, presenciando sus corridas, admirada públicamente por la afición, algo inconcebible en la época: el adiestrarla para compartir con él la suerte del toreo. Son complicidades que nos retratan a Miguel Morilla de cuerpo entero.

Las declaraciones de Luisa salían al paso de los comentarios, para todos los gustos, que se propalaron cuando se anunció la aparición en los ruedos de una mujer en pleno luto, cuando aún no hacía seis meses que había muerto su marido. Con su talante, Luisa no se consideraba, y lo hacía explícito, una víctima propiciatoria de empresarios presurosos en explotar el morbo de la reciente tragedia. La viuda del torero, con la belleza y la pena de las vírgenes andaluzas, no se dejaba seducir por la aventura del ruedo frívolamente. Mujer enamorada, llena de osadía, quiso sentir el escalofrío en la arena, de su amor segado en plena flor. Y Vidal Carrasco, su empresario, abundaba en que no era afán exhibicionista, ni algo repentino. Se trataba de dar salida a una afición que no la dejaba "vivir desde hace mucho tiempo". Y ella iba más lejos: quería vengar la muerte de Miguel, que no se eclipsase su memoria y correr el mismo riesgo que le arrebató la vida a su amor.

Pero el dique de todos los sentimientos lo desbordó la admiración de unos jóvenes aficionados, que organizaron un espectáculo, cuyos ingresos servirían para sufragar un monumento en la tumba de Miguel Morilla, en el cementerio del pueblo de Atarfe, su tierra natal. Luisa decide entonces tomar parte en el espectáculo.

¿Y cómo se prepara Luisa para su debut? Al periodista Emilio Fornet le confía su dieta alimenticia: "No almorzando. Solamente un ponche caliente. Luego, después de la corrida, un baño y comer fuerte... y a descansar. Estoy tranquila. Yo amo al público, el entusiasmo. De no ser lidiadora acaso me hubiese dedicado al cine; ya estuve en tratos con un empresario de Madrid".

Su belleza andaluza, su garbo y su arrojo, conformaban la estampa exótica que requería el cine americano. Y de Hollywood le llegaron ofertas para hacer películas. Su popularidad fue meteórica, desde su presentación en la plaza de toros del Triunfo, el domingo 9 de junio de 1935, con becerros bravos de la ganadería de la viuda de Villamarta de Sevilla. Compartió cartel con Alfonso Ordóñez, Niño de la Palma II, de Ronda, y Enrique Millet, Trinitario II, de Málaga. El debut de Luisa no fue brillante. Existían poderosos sentimientos para no triunfar en aquel ruedo, en el que, meses antes, había presenciado la cogida mortal de su marido. Hay que exaltar su valor para aceptar el desafío que suponía enfrentarse a la expectante afición granadina que abarrotaba las gradas, en un clima dominado por morbosa curiosidad. Su valentía la puso de manifiesto en cada una de sus apariciones posteriores, pero la de aquel día tan señalado, en la plaza del Triunfo, la prensa la reseñó brevemente: "Luisita Jiménez, viuda de Atarfeño, en su primero demostró falta de entrenamiento. Entró a matar varias veces y por último se retiró a un burladero, donde sufrió un desmayo. Conducida a la enfermería fue asistida de un síncope".

Hasta nosotros ha llegado un poema apócrifo que, al parecer, escribió Federico García Lorca para ella, y se lo entregó en el Café La Granja de Granada. Con el drama que vivió Granada en los 32 meses de guerra civil muchos se desprendieron de poemas, dibujos o dedicatorias, destruyéndolos tras el asesinato del poeta. Al parecer, la misma suerte corrió el poema que Lorca dedicó a la viuda del Atarfeño.

La tarde del 2 de septiembre de 1934, en la plaza de toros del Triunfo, en el momento de la cogida del Atarfeño, dos hombres de su cuadrilla estuvieron al quite. Sobre todo Juan Arcoya Cabezas, apodado El Cabezas; el otro banderillero era Francisco Galadí. Ambos iban a compartir la última luz con García Lorca. Fueron asesinados el mismo amanecer de agosto de 1936, junto al poeta, en Víznar. La carrera taurina de Luisa Jiménez quedó interrumpida por la guerra. Para entonces ya había actuado en cerca de 40 corridas. El último cartel que conocemos de la torera de Guadix, es de una corrida en Tomelloso, el sábado 25 de julio de 1936. Un festival cómico-taurino a beneficio de la Cruz Roja. La lidiadora era cabecera de cartel y la anunciaban como "señorita torera Luisa Jiménez, Atarfeña".

Durante la guerra Luisa Jiménez sufrió cautiverio en la zona republicana. El conflicto la sorprendió en Madrid, al no sentirse segura se trasladó a Guadix y poco después a Santiago de la Espada, en la provincia de Jaén, a casa de unos familiares. De allí viajó a Murcia y luego a Almería, donde fue detenida como sospechosa de facilitar información a la España de Franco. Mas cuando en 1940 pretende obtener la Medalla de Sufrimientos por la Patria, le devuelven la petición con una nota al margen que dice: "Falta información testifical...". Lo cierto es que estuvo encarcelada en Úbeda (Jaén) desde el 19 de febrero de 1937 hasta el 4 de febrero de 1938; fecha en que fue trasladada a la cárcel de Baza. Recobrando la libertad el 29 de marzo de 1939, cuando las tropas franquistas ocuparon la ciudad bastetana.

Durante el tiempo que Luisa permaneció en prisión, su madre cuidó de su hijo Miguelito. Para paliar la ausencia total de su hija, la abuela convino con una amiga que conversara con el niño telefónicamente, como si fuese su propia madre. Al salir de la cárcel, Luisa fue al encuentro de su hijo. Le indicaron que estaba jugando con otros chiquillos en la puerta de la casa. Luisa se dirigió al niño en el que creyó reconocer a su hijo, y le preguntó:

-¿Tú eres Miguelito?.

El chaval le respondió:

-No. Miguelito es ése…

Lejos de los ruedos, el toro de la vida seguía embistiendo fuerte a Luisa Jiménez, "la viuda de Atarfeño". Quizá, el haberse perdido la primera infancia de su hijo fuese la más importante cogida para la lidiadora de Guadix.

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