El sello

CRISTINA MARÍN MUÑOZ

PURO TEATRO

EN el principio del teatro fue la sangre. La fatalidad del asesinato del hijo al padre, de la madre a los hijos y viceversa. Se llamaba tragedia y se representaba al mediodía bajo el cielo abierto desde donde se oían aullar de horror los dioses. Y el sol furioso e inclemente de Grecia cegaba la vista a los espectadores que recibían aquel espectáculo cruento como una alucinación que se llamó catarsis.

La familia como fuente de conflicto que, desde la tragedia, inspiró a Freud el psicoanálisis para explicar el motor interno de las conductas humanas ha dado de sí toda la materia orgánica de la literatura que, en manos del escritor, no es sino una herramienta de terapia para explicarse a sí mismo; de poner orden en el cosmos confuso de la memoria e invocar la infancia, como hizo Proust, con el sabor de una magdalena. Hay quien ha escrito libros para liberarse del fantasma opresor de su padre como Kafka y otros que lo han hecho para poder matar a su padre explícitamente como Dostoievski en Los hermanos Karamazov.

Y también están los que utilizan el parricidio como símbolo del violento relevo generacional y especulación sobre la codicia que, en las sociedades primarias, desata la impiedad. Tal es el caso de Valle- Inclán con sus Comedias bárbaras y de Antonio Machado con su romance La tierra de Alvargonzález.

Sobre el padre cruel que niega la existencia al hijo, se monta la magnífica trama de La vida es sueño de Calderón de la Barca y El castigo sin venganza de Lope de Vega que trata del honor como concepto horrorífico, pero también del miedo a envejecer, que movió a Saturno a devorar a sus hijos. Una trama apasionante que recupera su pulsión exacta cuando cae en manos de una compañía teatral que hace de su oficio virtud, tal es el caso de Rakatá, especializada en seguir haciendo clásicos de los clásicos.

Me gustaría poder recuperar mi afición por las tablas, que está empezando a decaer por cierta racha de decepciones. Echo de menos esos actores mayúsculos en sus papeles, que recitaban sus largas parrafadas en verso con natural fluidez y trabajadísima dicción los monólogos de Sin Dios, sin mí y sin vos del Duque de Ferrara cuando, por cumplir con el cruel código social del honor, decide poner fin a la vida de su hijo; único depositario de sus afectos y verdadero motivo de su existencia. Esas representaciones sin fisuras completamente redondas que culminaban con un larguísimo aplauso ovacionado del masivo público puesto en pie.

Hay que decir que al teatro-espectáculo iconoclasta está muy bien, pero que no hay nada como volver a los clásicos y tratar nuestro Siglo de Oro con el respeto y el cariño que se merece. Por favor, no enmienden la plana a Calderón, Lope y Tirso de Molina, por ejemplo, y pongan a sus personajes a contar chocarreros chistes verdes en presunto argot de la calle para gustar al gran público. El público de teatro nunca deja de volver al teatro cuando le dan lo que es bueno. Una representación vale mucho más de lo que cuesta cuando de clásicos se trata.

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