Braulio Ortiz / SEVILLA

Lecciones de escepticismo El cineasta que hizo la división azul y la multiplicación roja

El director ofreció en la Facultad de Comunicación de Sevilla una charla en la que afirmó que sus películas eran "crónicas de fracasos" y recomendó a los estudiantes enfrentarse a la creación "desde las tripas"

Desde la primera vez que coincidió con él, en una mesa redonda que se celebraba en El Escorial, el catedrático Rafael Utrera supo que Luis García Berlanga tenía en persona el mismo magnetismo de sus películas. Aquella jornada, el director sumó a la riqueza de su anecdotario, pródigo en episodios memorables, "ese golpe de erotismo que solía añadir a las conversaciones", recuerda Utrera. El segundo encuentro entre el especialista y el cineasta se produciría en Sevilla: en la Facultad de Comunicación, donde el realizador de El verdugo demostró que su ingenio sabía derribar posibles fronteras generacionales y encandiló a los estudiantes con esa perspectiva amarga y lúcida de la existencia, que el cineasta brindaba al auditorio con el sabio recurso del humor.

Aquél era todavía un tiempo de proyectos, el año 2003: la Facultad estrenaba entonces su nueva sede de la Cartuja; Berlanga andaba involucrado en la puesta en marcha de la Ciudad de la Imagen, un complejo que terminaría consolidándose tras numerosas filmaciones. La celebración del acto un viernes hacía temer a los organizadores que, quizás, la cercanía del fin de semana provocaría bajas entre el público, pero el salón de actos se encontraba repleto. Berlanga eludió la incómoda responsabilidad de una lección magistral, prefirió dar la palabra a los alumnos y entablar un debate. Aquel coloquio quedó registrado en el sexto número de Cuadernos de Eihceroa, publicación del Equipo de Investigación de Historia del Cine Español y sus Relaciones con Otras Artes.

En aquella charla, Berlanga no sólo profundizó en sus obras más emblemáticas, y también defendió la cinta que pasó más desapercibida dentro de su carrera, La boutique, "esa película maldita que todo director debe tener a lo largo de su vida, siempre tiene que haber ésa que es fatalmente conducida hacia el olvido".

El director de Plácido recorrió su historia profesional al mismo tiempo que trazaba un itinerario por el cine español y universal: habló de las Conversaciones de Salamanca, de la censura y los simbolismos que estimulaba, del "irrepetible" Pepe Isbert... y afirmó que Casablanca era, a su entender, "la peor [película] de la historia del cine".

La abrumadora personalidad de Berlanga le llevó a reivindicarse a sí mismo cuando le preguntaron por sus influencias. "Yo creo, y sigo diciendo, que lo importante es que te salga de la tripa lo que tú quieras hacer, lo que tú quieras contar a tus contemporáneos, que te salga de ti mismo", manifestó. Y, tras admitir la sombra de Arniches en sus guiones, añadió que sus filmes responden a un tema común: "Son crónicas de un fracaso, es alguien que quiere conseguir mejorar su nivel de vida, que quiere llegar a tener esperanzas de conseguir un puesto dentro de esa jodida sociedad, con su pequeño territorio vital, y nunca lo consigue".

Ante los estudiantes, el director ilustró con una vivencia real cómo cambian las modas en el cine y cómo alguien que no es entendido en sus comienzos puede ser más tarde venerado. "Yo guardo, por cierto, como anécdota, una carta que le escribí recomendando a Almodóvar al presidente del Festival de Cannes, y entonces me contestó diciendo: Pero, Berlanga, hombre, con lo que lo admiramos a usted y lo que le respetamos, cómo puede enviarnos esa mierda, esa cosa espantosa". Años después, aquel hombre celebraría la concesión de un premio al manchego ante la mirada maliciosa de Berlanga.

La fortuna toma designios caprichosos, como aprendió el propio Berlanga con Bienvenido Mr. Marshall. "El miércoles se iba a quitar [de los cines] pero ese mismo día le dieron el premio en Cannes y entonces se cambió y ahí empezó ya a funcionar muy bien". El rodaje de la cinta tampoco había sido fácil: algunos miembros del equipo lo consideraban "ese pijo que ha salido de una escuela de cine" y le hacían constantes novatadas como obturarle el objetivo, "y yo miraba y no veía nada".

Berlanga pidió una mayor imaginación a esos cinéfilos que "se saben el segundo ayudante de dirección de una película rusa" en la elección de sus frases favoritas. "Es que escogéis unas frases famosas que son unas gilipolleces... Hombre, es que tócala otra vez, Sam, no te vayas, forastero... con los diálogos de Zavattini en Italia o de Azcona en España, unos diálogos increíbles, fabulosos, y que digan tócala otra vez, forastero como frase genial de la historia del cine me parece una cosa totalmente absurda".

ES duro y paradójico vivir en una España de Berlanga pero sin Berlanga. Porque este país se lo inventó Berlanga en una de sus duermevelas de la División Azul. Expedicionario de esa impostura napoleónica de Franco junto al actor Luis Ciges. Me contaba hace poco Andrés Sorel que habló de ese episodio con el cineasta valenciano, pues el novelista había elegido como protagonista de su última novela, ambientada en la guerra de Cuba, al capitán Manuel Ciges, el padre del actor. División Azul y multiplicación roja de un opositor natural, casi moral, contra inercias y molicies.

Vino Berlanga a participar a unas jornadas sobre erotismo en el Museo de Arte Contemporáneo. A las que también acudió Mario Vargas Llosa. Dijo que la pornografía era el erotismo de los pobres. Si Berlanga hubiera sido académico de la Lengua, emprendería una campaña para suprimir la palabra cinéfilo. Su cine es la antinomia de la solemnidad que acompaña a lo que Malraux llamó séptimo arte. Impulsó la creación del premio literario La Sonrisa Vertical, cuya última edición, antes de que el certamen hiciera una mueca horizontal, la ganó el sevillano José Luis del Corral. El mismo año que éste cerró su librería La Roldana.

En una de las visitas de mis abuelos Andrés y Carmen a Sevilla, los llevé al cine. Vimos Moros y cristianos. Berlanga en estado puro. El humor levantino antes de la cursilería de la dieta mediterránea. Era más mediterráneo, por luminoso, por transgresor, que Braudel y Tirant lo Blanc. Recordé esa película cuando el bueno de Rafael Valencia, arabista nacido en la población extremeña de Berlanga, pronunció su discurso de ingreso en la Academia Sevillana de Buenas Letras. Valencia es de Berlanga y Berlanga era de Valencia. El cineasta contaba la ocurrencia de su amigo Edgar Neville cada vez que acudían a un acto social de cierta relevancia. Neville era por herencia marqués de Berlanga y se presentaba a sí mismo y a su amigo: Edgar Neville, marqués de Berlanga, y Luis Berlanga, conde de Neville. Pura escopeta nacional con los cartuchos preparados por Luis Escobar, marqués de las Marismas del Guadalquivir.

Plácido es la mejor película del cine español. No hay Nochebuenas más tristes en el celuloide que la de Plácido y la de Jack Lemmon en El apartamento de Billy Wilder. Cuando Trueba dijo que éste era Dios, al recibir el Oscar por Belle epoque, sabía que ese Dios americano de ascendencia centroeuropea tenía un hermano español. Lo que Berlanga ha unido, esos elencos formidables de actores de todos los registros, cómicos, dramáticos, mediáticos, anónimos, no lo separa ni Dios, en la jerga del cura al que interpreta en la famosa montería Agustín González. Hay que ser muy listo para dirigir Plácido y hay que ser muy tonto para no ver en esa película un alegato brutal, inmisericorde, contra la moral imperante en la España de la posguerra. Y no de imperio precisamente. Vino Cassen, Casto Sendra, el Plácido de la película, de gira teatral con Bárbara Rey y me dijo: "Soy una ametralladora del humor". Siempre le quedó agradecido a Berlanga por ese papel, por ese personaje que vuelve al imaginario cada vez que veo a los nuevos cosarios montados en los sofisticados motocarros.

En España los Estados Unidos abrieron cuatro bases después de la visita de Ike Eisenhower: Rota, Morón -que está mayormente en el término municipal de Arahal-, Torrejón de Ardoz y Villa del Río. El pueblo donde se desarrolla la acción de Bienvenido Mr. Marshall. Estaba jugando en el parque con mi hijo cuando me dijeron que había muerto Berlanga. Empecé a tararear Americanos. El gran momento de Lolita Sevilla, una de las protagonistas estelares del libro de Daniel Pineda Novo Las folclóricas y el cine. Otra cosa que borraría del diccionario Berlanga sería lo de cine de autor. España es una españolada, aunque ahora la llamen en la tele Hispania.

José Isbert, el alcalde, y Manolo Morán, el agente artístico de la cantante, antecesor del Pulpón al que inmortalizara Carlos Cano en una canción, se reencarnan ahora en alcaldes y representantes azotados por la crisis. Que vengan los americanos. Que venga Banacek, loado sea Pepe da Rosa. Alguna vez le oí contar que los sombreros de los parroquianos de Villa del Río que acuden a las albricias del maná de las barras y estrellas eran un homenaje de Berlanga a una de las películas de Eisenstein. Una cuenta pendiente con la estepa rusa de su viaje equinoccial con la División Azul.

En Valencia, junto a una de las estaciones de Metro, está la prisión donde rodó Todos a la cárcel. Con el personaje de Modesto, encarnado por el genial Manuel Aleixandre, que se fue poco antes que su director. En esa película brilla con luz propia Torrebruno. El director viajó en bicicleta de París a Tombuctú con Juan Diego y Concha Velasco. Saza dejó la montería para vender porteros electrónicos en la campaña de las catalanas, con el permiso de su señora.

Como la actualidad es hija del azar y sobrina de la lógica, algún alienígena confundiría la manifestación de funcionarios de ayer con el funeral de Berlanga. Uno de sus oficios predilectos y recurrentes. La aristocracia plebeya, el feudalismo sublimado por el sol y playa. Se fue antes de irse. Tiró la toalla de director en un país donde se hace cine pero no se hacen películas, donde antes que hacer el amor prefieren comprarlo hecho. Un país que reniega de Mr. Marshall pero no sabe vivir sin él: el más antinorteamericano en las pancartas, el más yanqui en las costumbres.

Se queda España huérfana sin su inventor. Sus películas y los chistes de Mingote conforman la sociología cutánea de un país que de tanto cabrearse no sabe enfadarse, que llora para que declaren patrimonio de la humanidad al quejío y que contrata de nuevo a Lolita Sevilla mientras que Pepe Isbert y Manolo Morán se aprenden lo que le dirán desde el balcón a los visitantes chinos. Los nuevos americanos de la globalización. Como alcalde vuestro que soy. Con las elecciones municipales en ciernes. España ha cambiado. Del motocarro de Plácido y la viajera de Villa del Río al Ferrari de Fernando Alonso que cinco millones de españoles verán hoy correr por el circuito de Abu Dhabi. O todos moros o todos cristianos.

España lo llora. Y lo ríe. Un grande. Enorme. Un gigante.

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