EL fanatismo, sea este del color que sea, comenzó a ganar la batalla a la razón, a la justicia, a la libertad y al pensamiento libre el 11 de septiembre de 2001. En el mismo instante en que uno de sus asesores se acercara al entonces presidente George W. Bush mientras este asistía a un encuentro con los alumnos de una escuela infantil en Florida, para informarle sobre el ataque que estaba sufriendo su país. El propio Bush ha relatado en un reciente documental para National Geographic como desde ese momento pasó a considerarse un presidente en tiempos de guerra. Desde entonces todos hemos conocido, o más bien padecido, los recortes en nuestras libertades individuales en aras de una supuesta seguridad: desde las humillaciones a las que nos hemos de someter cada vez que pretendemos subir a un avión hasta la institucionalización de multitud de prejuicios raciales e ideológicos en los países de Occidente o la escasa oposición que, ya con Obama, despertó el ajusticiamiento de Bin Laden. Confrontar libertad y seguridad, establecer una relación inversamente proporcional entre ambas no es solo una torpeza. Activa una bomba de relojería. Como dijo Benjamin Franklin hace más de doscientos años, "quien decide renunciar a la libertad esencial para obtener una pequeña seguridad transitoria, no merece ni la libertad ni la seguridad".

El último episodio de esta absurda escalada entre la venganza y la paranoia lo vivimos ayer mismo. A raíz del reciente atentado de Toulouse, cometido por un joven franco-argelino perteneciente a Al Qaeda que se consideraba a sí mismo un muyahidín, Sarkozy se ha apresurado a declarar que se modificará la ley y que se castigará penalmente la simple consulta de páginas webs que fomenten el odio o la violencia, y que se aplicará la legislación antiterrorista contra la propagación de ideas extremistas. Esto último está, a mi parecer, muy cerca del totalitarismo que impone el pensamiento único y cercena la libertad de expresión, además de ser una nueva victoria del fanatismo. Por eso no está de más recurrir otra vez al ejemplo de Noam Chomsky, uno de los más furibundos críticos con el imperialismo norteamericano, y su postura en el conocido como Escándalo Faurisson (historiador negacionista al que prologó Chomsky). No hay aquí espacio suficiente para narrarlo (el que tenga interés puede buscarlo por ese nombre), pero baste mencionar una de sus afirmaciones al respecto: "es elemental que la libertad de expresión no sea restringida a los puntos de vista que uno aprueba, y es precisamente en el caso de puntos de vista que son casi universalmente descartados o condenados que este derecho debe ser defendido con mayor fuerza".

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