palabra en el tiempo

Alejandro V. García

Ferragosto

El PP no sabe como aliviar el descenso a los infiernos de España. A cada machetazo del Gobierno contra el cuerpo social, lejos de conseguir un alivio, se produce un agravamiento de los síntomas que marcan el camino de la intervención y un incremento de la agitación en las calles. ¡Qué inocente era Rajoy hace solo unos meses, cuando pensaba que el mero triunfo de la derecha neoliberal moderaría la gula de los mercados y templaría las exigencias de Europa y el FMI! ¡Qué inocente cuando dio los primeros hachazos y se sentó a esperar! ¡Qué iluso cuando en una reunión en Bruselas confió a un ministro nórdico que los primeros recortes le iban a costar una huelga general! ¡Y qué inocentes también los que confiaron en aquel paro general para cambiar las tornas del huracán que nos aproxima cada hora a las simas de Pedro Botero!

No sabe qué hacer el Gobierno en un sentido ni en el otro. Ni para contener la voracidad absoluta de los inversionistas ni para convencer al pueblo que lo elevó a la presidencia a que acepte la mutilación a cambio de seguir viviendo. Porque el Gobierno ya habla de sangre y dolor sin miramientos. En los últimos días, la estrategia del realismo sucio se ha impuesto en el discurso de Rajoy y sus ministros. Quieren calmar las protestas mentando la cuerda en el país de los ahorcados.

Ya no hay que disimular. Primero fue Rajoy quien nos obsequió con la revelación de que había que escoger entre lo malo y lo peor. Y luego, por primera vez, Dolores de Cospedal, pronunció la palabra maldita, intervención. El miércoles Cristóbal Montoro añadió dramatismo cuando dijo que los funcionarios, mejor que nadie, sabían que no hay dinero y que si la recaudación no sube no se podrán pagar los sueldos. Y ayer, en una nueva vuelta de tuerca, unas horas antes de que decenas de miles de personas tomaran las calles, el propio ministro de Hacienda sentenció: "No hay dinero en las arcas públicas". Y luego: "Lo que no se puede pagar es ineludible quitarlo porque lastra las posibilidades de que aumente el bienestar ciudadano". Y a más abundancia: "Hay que prescindir de aquello de lo que podemos, no todo cabe en la oferta de servicios públicos".

Se acabó, pues, la diplomacia y los mensajes asordinados. El Gobierno tiene que nombrar la sangre en un intento desesperado y angustioso de amilanar a la ciudadanía y convencer a los mercados. Pero nada de nada. A cada hachazo le sigue un agravamiento de los síntomas que marca la senda del despeñadero: prima de riesgo por las nubes, degradación de entidades financieras y caída de las bolsas. Rajoy no sabe qué hacer y teme un ferragosto infernal. Una intervención pondría en un serio compromiso al Gobierno y abriría a ominosas incógnitas.

Da pudor llamar vacaciones a lo que nos aguarda el mes que viene.

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