La tribuna

Luis Chacón

¿SIRVEN LAS TELEVISIONES PÚBLICAS?

FORMAR, informar y entretener. Así se resumían los objetivos que debía cumplir la televisión pública. Sin embargo, si nos sentamos frente al receptor que preside cualquier salón de España comprobaremos que el primero de ellos no se cumple, salvo que seamos insomnes, noctámbulos o nos conformemos con la errática aunque interesante programación de La 2. Información hay, ¿qué duda cabe? Otra cosa muy distinta es su imparcialidad y objetividad. No hacía falta que ningún indignado periodista de Canal Nou narrara compungido las presiones sufridas. Las alabanzas a los gobiernos y las manipulaciones más o menos elaboradas son moneda corriente y no sólo en esa cadena pública. El ciudadano no es tonto y ya se había percatado de ello como también de que el arrebato justiciero solo haya surgido tras el cierre y el consiguiente despido. Lo que sobra es lo que los programadores entienden por entretenimiento pero que muchas veces respondería más bien al calificativo de aburrimiento. Parece que el objetivo es atontar a los españoles a base de subproductos televisivos.

Pretender que la televisión pública hiciera honor a su nombre y no fuera claramente gubernamental fue siempre una ilusión. TVE nació en pleno franquismo cuando aún existía la censura, la libertad de prensa era un vicio de las democracias burguesas y el gobierno disponía de diarios, revistas y emisoras de radio que proclamaban a los cuatro vientos las supuestas virtudes de la dictadura a la vez que ocultaban con sumo esfuerzo sus evidentes carencias y defectos. ¿Qué razón habría para creer que, una vez conseguida la democracia, TVE iba a convertirse en una especie de BBC hispana? Lógicamente, ninguna. Nos guste o no, nuestros cuatro decenios mal contados de democracia no son nada comparados con los siglos de parlamentarismo británico y cuando en el código genético pesa más el ordeno y mando que el fair play resulta laborioso zafarse de cierto determinismo autoritario. Quizá por ello, todas las emisoras públicas han salido al aire con el mismo pecado original; confundir público con gubernamental. Y así, casi nadie ha renunciado a su correspondiente juguetito con mensaje navideño incluido, costumbre traída a España por el general Franco allá por los primeros sesenta.

El cierre de Canal Nou ha abierto el debate sobre la nula rentabilidad y el ingente coste de las televisiones públicas porque la discusión sobre su utilidad social se cerró cuando cada hogar se encontró con decenas de canales gratuitos e innumerables de pago para poder elegir qué quería ver. Gracias a internet puede decidir incluso, el momento de disfrutarlo. Y lo más interesante es que esa realidad no requiere que se detraiga ni un euro de sus impuestos para mantener un servicio público marginal y prescindible.

Sólo en este año, las trece Comunidades Autónomas que disponen de televisión propia, sea un canal u ocho como Cataluña, han presupuestado un gasto de más de 900 millones de euros. Pero lo más grave es que ni hay, ni ha habido, ni parece que vaya a haber nunca un modelo claro y estable de financiación que busque, al menos, la rentabilidad social ya que la económica entra en el terreno de la utopía. Los defensores de la televisión pública aducen que la calidad es imposible sin ayuda estatal. Y lo más curioso es que esa afirmación se realice en defensa del canal que vio nacer al justamente denostado Tómbola, pionero de la tan criticada como seguida telebasura que hoy inunda emisoras públicas y privadas. Y para argumentarlo, vuelven al ejemplo recurrente de la BBC. Pero olvidan interesadamente que un 75% de su financiación proviene del canon que se abona por ver o grabar su emisión desde cualquier dispositivo. Y el resto, de la publicidad. Es decir, de acuerdo con una aplicación de los principios más básicos del mercado a los servicios públicos no esenciales, el coste del servicio recibido lo asume quien lo valora y disfruta. Sea de modo directo mediante suscripción o indirecto gracias a los ingresos publicitarios inducidos. Pero quien no lo usa, no paga.

Cuando el valor asignado por los consumidores a un bien o servicio es mayor que el que dan a otros, las empresas producirán y ofertaran el más valorado ya que su interés radica en rentabilizar su inversión. Por ese motivo, si hay suficientes espectadores interesados en determinados programas, las empresas que quieran obtener audiencia y a través de ella, beneficios, sea por suscripción o por publicidad, los producirán. La prueba es clara; centenares de canales temáticos emiten series o programas absolutamente minoritarios que cubren una demanda de gustos muy atomizada y sin embargo, consiguen ser rentables aunque les parezca imposible a los amigos de las subvenciones y del despilfarro del dinero del contribuyente.

Por tanto, si existe suficiente oferta de televisión gratuita para el ciudadano y si mediante el pago de cuotas podemos acceder a cualquier contenido que deseemos, ¿qué aporta una televisión pública al conjunto de la ciudadanía? Aparte de un coste inasumible, absolutamente nada.

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