El sello

CRISTINA MARÍN MUÑOZ

Pueblo y teatro

TENDRÍA alrededor de dieciocho años cuando, montado en su bicicleta, un joven Manolo Lozano pedaleaba hasta Jérez del Marquesado para participar en la primera edición del Certamen Teatral de La Calahorra. Hacía de banquero y tenía que fumar un puro. Como no había fumado en su vida, se le pusieron los ojos rojos y casi no pudieron continuar con la obra de la humareda que allí se montó. Corría el año 1984 y se iniciaba el tan arraigado Certamen Teatral del Marquesado.

En sus raíces no había medios de ninguna clase, lo hacían todo ellos mismos, los protagonistas. Se las ingeniaban a base de tractores con los que subían hasta la sierra para conseguir pinos con los que construir el escenario sobre una simple base de bidones de gasoil. En aquel año, había alrededor de cuarenta personas dispuestas a lo que fuera.

Treinta y cuatro años después, La Calahorra acoge una nueva edición del Certamen Teatral. Es innegable, por tanto, el reto integrador de la cultura como instrumento de consenso, como despliegue de recursos para ir a ganarle al desempleo, como motivador de pluralidades, como reino de la creación artística, o como una república independiente de las emociones. Con un programa de especial singularidad, estas once pequeñas localidades de la Comarca del Marquesado, exponen sus producciones teatrales, de carácter aficionado, a través de asociaciones culturales procedentes de los municipios de Albuñán, Alquife, Cogollos de Guadix, Valle del Zalabí, Dólar, Ferreira, Huéneja, Jérez del Marquesado, La Calahorra y Lanteira.

En El Marquesado, los ciudadanos usan el teatro como excusa para convivir, como instrumento de motivación. Realizan una labor municipal alentadora ampliando los talleres de formación teatral y musical, como queriendo participar en el duermevela de la ilusión, para que no se apague la vida al oscurecer el día del pueblo.

Treinta y cuatro años consecutivos que han dado para poder disfrutar de mucho teatro y de mucha literatura, con obras de gran calado, desde las tragedias universales de Federico García Lorca, al Segismundo de Cervantes, pasando por La otra orilla de José López Rubio, o Aquí no paga nadie de Dario Fo. Y sin dejar atrás montajes populares de la Pasión y Muerte de Jesús o la escenificación de obras de autores como J. B. Priestley con Llama un inspector o Mario Herrero con Un día de libertad. Un esperpéntico Ubu rey de Alfred Jarry, o un Un feliz aniversario de Adolfo Marsillach y Las preciosas ridículas de Molière, y hasta dos Shakespeare: Falstaff y Mucho ruido y pocas nueces, incluido el famoso sainete de Arniches, El Santo de la Isidra, han sido todas objeto de representación.

Y yo, creo en ese teatro que se convierte en el espejo social, en un invasor de intimidades que busca quedarse en la conciencia, más que en huir, y dejar huérfano de motivos a quien lo usa como instrumento contra la soledad.

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