QUE la envidia es el mayor pecado que a los españoles aqueja es algo tan sabido que ya forma parte de las intrascendentes conversaciones de ascensor entre esquimales, zulúes o maoríes. Y sólo asumiendo que tan agrio e insano sentimiento nos carcome moralmente podrían entenderse, aún siendo injustificables, los hirientes comentarios y aceradas descalificaciones que ha recibido el señor Pujol, hasta hace un suspiro, Muy Honorable. Nuestra actitud ha sido indigna y barriobajera. No es de recibo que quien ha consagrado su vida a extraer, con pericia y tesón, todo lo que ha podido de Cataluña, de los catalanes y también, cómo no reconocerlo, del resto de los españoles, se vea ahora afrentado en su vejez. No habremos sido conscientes de sus tres decenios de constante labor. Pero ahí están los resultados. O mejor… allí, en Andorra.

Quien se escandalice por algo tan habitual y comprensible en toda familia normal como es disponer -por lo que pudiera surgir- de unos millones en el extranjero, sólo está sublimando la decepción hacia el propio progenitor, incapaz de legar a sus vástagos algún dinerillo en cualquiera de esos coquetos países de legendaria creatividad financiera y tan apreciados por la hospitalidad, directamente proporcional al saldo de sus depósitos bancarios, con que agasajan a los huéspedes.

Envidia y no otra cosa es criticar alegremente, como iletradas vecindonas, a quien ha sido capaz de engendrar y educar a un puñado de hijos emprendedores y de actitud decidida que mirándose en el espejo de su padre, han erigido un emporio. Y envidia es obviar que su acendrada modestia les haga huir de toda ostentación. Pues siempre buscaron la discreción y no la ocultación, como torticeramente se repite. Pero en estos tiempos ayunos de valores, la canalla periodística -movida por la envidia endémica que asola este país- tergiversa la realidad para ofender a un líder histórico.

Sabiendo de la vagancia y desidia de la que adolece España: ¿qué podía hacer un patriota sino poner a salvo la riqueza de su país? El señor Pujol ni evadía capitales, ni eludía el pago de impuestos; protegía el dinero de los catalanes e impedía que como siempre, se despilfarrara en tablaos y tabernas. Este preclaro varón es un héroe incomprendido, un perseguido de las turbas de españolistas envidiosos y el guardián de un tesoro nacional que tan solo custodia en los verdes y profundos valles de Andorra.

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