EL Cielo: una ciudadela en espiral donde la gente pasea en solitario o en compañía, conversaciones en voz baja, cabezas entornadas, reflexiones retroactivas. Estoy en mitad de esa marea, quieto, alerta. El ritual: paseos circulares hasta llegar al epicentro y una plataforma que te transporta de nuevo al anillo más exterior para que continúes paseando. El vestuario: túnicas de seda, colores claros, nada de calzado y complementos. Hay un hilo musical igual que en Nippori. Suena Elvis Costello. En las paredes hay hornacinas con cócteles y grabados en latín, griego, hebreo y arameo que entiendo sin haber estudiado esas lenguas. No huele a pies, ni a hierba, ni a flores, y esa castración olfativa me inquieta porque la asocio al espíritu muerto de la depresión. Una hilera de cipreses encumbra los muros y proyecta telas de sombra sobre nosotros. Camino finalmente junto a los demás, descalzo, con una túnica celeste, y tarareo Watching the Detectives. Inesperadamente, me siento solo, completamente estepario, y me sorprendo: siempre he sido así y nunca me ha entristecido. Le toco el hombro con el índice a un señor encorvado y grueso con túnica caqui. Gira el cuello sin dejar de caminar, sin sonreírme, sin tararear a Elvis.

-Quiero hablar con Dios -le anuncio.

-Dios tiene el don de la ubicuidad. Puede hablar con él ahora mismo.

-Técnicamente -interviene una señora delgada como una raspa que tampoco se detiene ni sonríe ni tararea a Elvis.

-¿Técnicamente? -me intereso.

-Oficialmente, matizaría yo -dice el señor grueso.

-Dios está muy ocupado -concede la señora raquítica.

-Y la ubicuidad le obliga a dividirse. Y la división es debilidad. Y la debilidad erosiona la fe. Y la fe es la moneda. Así que tiene que administrarse.

-¿Entonces? ¿Puedo hablar con él ahora?

-No lo creo. ¿Era usted alguien en la Tierra?

-Claro. Umberto Mocasín. Suplantador de diálogos. Desatascador.

-No es suficiente -zanja el señor.

-Pruebe usted con un delegado -sugiere la señora-. Son los únicos que visten túnicas verde pistacho.

Ambos prosiguen y yo aguzo la vista en busca de túnicas verde pistacho hasta que doy con una. Es una mujer muy joven y está parada, con un cóctel en la mano, observando el desfile.

-Disculpe. Quiero hablar con Dios.

-¿Umberto Moca sín? -casi lo canta. Es pelirroja, tiene pecas en los brazos y el cuello y unos ojos verdes de zafiro que me zambullen en las caletas de Sicilia.

-Exacto. Quiero hablar con él.

-Tiene que rellenar una solicitud -me tiende un formulario y una pluma-. Y luego yo se la sello y usted busca a los tipos de la túnica color miel.

-¿Cuánto tardan en responder?

-Aquí el tiempo no existe. Dedíquese a pasear.

-Pasear en círculos es muy aburrido.

-Le ha gustado el Limbo, ¿verdad? A todo el mundo le pasa. Pero después se acostumbran a esto. ¿Le apetece un cóctel?

-¿Tienen alcohol?

-Que estemos en el Cielo no significa que seamos gilipollas.

-Vale.

Relleno el formulario apoyándolo en el alféizar de la misma hornacina que me sirve de barra. Ella comprueba mi caligrafía, saca un matasellos y lo estampa. Reanudo mi camino con el cóctel en una mano y el folio sellado en la otra. Pienso en un reloj de arena y en hombres con túnicas en vez de gránulos. Pienso en una mano inmaculada y gigante que coloca el reloj del revés cuando los gránulos se acumulan abajo. Varias túnicas color miel conversan con las espaldas apoyadas en la pared. Enarbolo el formulario debidamente cumplimentado y ellos interrumpen su cháchara. El más alto es el portavoz.

-Es usted uno de ésos, ¿no? Se empeñan en molestar a Dios creyéndose a su altura intelectual y no comprenden que una conversación con Dios va mucho más allá. Usted no maneja la mística, es un recién llegado. Pero vamos a tramitar su petición para que un día Dios le reciba y usted entienda que es un átomo enfrentado al universo. Imagínese el planeta. El suelo que usted pisaba hasta hace unas horas está construido sobre la muerte de millones de seres vivos. Infinitas capas en un cementerio infinito que se renueva cada segundo con más muerte. Pues bien, Dios los ha visto a todos, los ha tenido cerca desde el nacimiento hasta la última exhalación, los ha salvado o condenado porque los ha conocido íntimamente y les ha dado la oportunidad de un arrepentimiento in extremis en el Limbo.

-Yo soy ateo.

-¿Está de coña?

-No.

-Descuide, Dios le recibirá. Entretanto, camine. Nuestra música es buena.

-Y los cócteles. ¿Qué harán con el formulario?

-¿Ve a ese tío de allí? El de la túnica rosa. Es uno de los filtros de San Pedro. Nosotros le pasamos el formulario, él lo remite a un comité y el comité lo jerarquiza en función de la relevancia del asunto. No es lo mismo hablar con Marx que con un carpintero.

-Es un mal ejemplo.

-El caso es que San Pedro preside el comité. Él es la llave. Dejaremos claro que es usted ateo, Mocasín. Y ahora circule. Venga.

Decido caminar en sentido contrario y las miradas se me clavan como aguijones. Nadie me censura, nadie me toca, pero noto un hongo de ira formándose sobre nuestras cabezas. Entonces aparece Él y se apartan las aguas de seda. Está tan delgado que me cuesta distinguir el frontal del perfil, y sus ojos son dos cuencas abisales donde chisporrotean cataratas de información velada. Su cara no se basa en la unidad sino que se modula a cada segundo, reflejando todos los espíritus redimidos. Sin necesidad de hablarme, me lo anuncia: vete al infierno.

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