Un día en la vida

manuel Barea /

Esto de opinar

UNA incorregible tendencia a la procrastinación, una pereza congénita, el calor mareoso, la escasez de ideas y constatar a diario que ya hay un montón de gente opinando provocaron ayer que no teniendo interés ni empeño en escribir -y opinar- sobre las elecciones, los políticos, las banderas, el himno, el Gobierno en funciones y la Junta disfuncional, los refugiados, los yihadistas, la monarquía, la república, la crisis o la decadencia de Occidente, me decidiera a escribir -y opinar- sobre el hecho de opinar.

La máxima que he tenido siempre en cuenta acerca del asunto se la oí a Harry Callahan en los ochenta. "Las opiniones son como los culos, todo el mundo tiene uno". Y no debes imponer el tuyo a nadie. Tampoco tu opinión. Puede que quieras compartir (la opinión). O puede que quieras compartir también lo otro (vale, es una opción, como se dice ahora).

Pensé esto en un bar mientras buscaba algo sobre lo que opinar. La opinión en un bar está muy desprestigiada. De hecho, en mi gremio, cuando se quiere denostar y echar por tierra lo que ha opinado alguien, sea cual sea su rango y condición, se dice que eso es de barra de bar, o peor, de taberna. Pero siempre he preferido una camarilla de parroquianos en un bar de barrio que una banda de tertulianos en un plató de televisión. Y no hay nadie más idóneo que un camarero con oficio si las circunstancias imponen la intervención de un moderador.

Por lo demás, en esto, como en casi todo en la vida cuando se ha llegado a cierto punto, se antoja que lo más saludable es mantener toda la distancia posible con una dosis potente de desapego y descreimiento. Para qué nos vamos a (dejar) engañar. Hay demasiado ruido y furia en este país en esto de opinar. Y al final, con tanta bronca, casi nadie se entera de casi nada. Tengo la impresión de que ese es el objetivo.

Además, a la opinión sobre las opiniones de Callahan añadí hace poco la de John Swinton, redactor jefe de The New York Times, editorialista de The New York Sun y colaborador del New York Tribune, que en 1883 en un banquete de periodistas se dirigió a sus colegas de esta manera (lo recoge Vicente Campos en su introducción a ¡Extra Extra! Muckrakers. Orígenes del periodismo de denuncia. Editorial Ariel): "Ninguno de vosotros se atreve a escribir sus opiniones sinceras, y, si lo hicierais, sabéis de antemano que nunca serían publicadas". Fue en el brindis. Los de siempre dirán que estaba borracho. Claro, como en la barra de un bar.

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