NO sé si hartazgo describe con suficiente claridad el sentimiento ciudadano ante el paupérrimo espectáculo que nos están ofreciendo los trescientos cincuenta calientaescaños de la Carrera de san Jerónimo. Ya nos han hecho ir a votar dos veces. Parece que su incapacidad para alcanzar un pacto con pérdidas y ganancias para cada uno de ellos, pero beneficioso para todos los españoles, nos va a llevar a otras elecciones. Eso sí, amenizadas con villancicos y belenes y en las que las urnas se adornarán con lucecitas de colores y espumillón. Y es que ya cansa tanta mediocridad porque parece mentira que no tengamos nada mejor para dirigirnos. Y además, aburre tanto veto, tanto ego de tres al cuarto, tanta palabrería y tanto desprecio al ciudadano. Pero lamentablemente no extraña. Al fin y al cabo, en las listas electorales no prima la excelencia de los candidatos sino la cercanía al líder y la fidelidad ciega a la dirección del partido que genera redes clientelares cerradas a la sociedad. Por eso, una vez decidido a quien votar, diputados y senadores son como las lentejas de la infancia, o los tomas o los dejas.

El problema de fondo es que los trescientos cincuenta calientaescaños que nos representan son incapaces de actuar por sí mismos y mucho menos de desafiar esa violación de la representatividad democrática que llaman disciplina de partido. Siempre han cuidado más su escaño que su circunscripción. Al fin y al cabo, casi nadie les conoce. Pregunten por ahí a ver si alguien es capaz de darles el nombre de los siete diputados y los cuatro senadores que representan a Granada. Ya publicaba Madrid Cómico, a mediados del XIX un satírico epitafio que rezaba: Aquí yace un diputado/que de emoción se murió/porque al ser interpelado/se vio el pobre precisado/a contestar sí o no.

No sé si dentro de las funciones constitucionales del rey estaría la de provocar la elección de un gobierno. Si así fuera, podría imitar a los magistrados de Viterbo que en 1269, tras más de un año en el que los cardenales, a causa de vetos y odios personales y enfrentamientos partidarios seguían sin elegir Papa, los encerraron, les redujeron la comida a pan y agua, rompieron las ventanas y retiraron el tejado hasta que vencida toda resistencia eligieron a Tebaldo Visconti, que ni siquiera era cardenal, como Papa Gregorio X. En fin, no sé, esta idea será fruto de ese hartazgo del que hablábamos antes.

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