Paso de cebra

José Carlos Rosales

El fruto del azar

LAS ciudades son un cruce de caminos, un puñado de chozas junto a la desembocadura de un arroyo, cobertizos amontonados para protegernos del frío en la colina más fértil de una vieja montaña. Las ciudades sólo son el fruto de una casualidad, el azar de que una caravana se detuviera un día a la vera de un pozo y decidiera quedarse allí un mes, cuatro lunas, un año. Luego vienen los arqueólogos con sus largas excavaciones y buscan inscripciones o pórticos, murallas o palacios. Pero ningún historiador o paleógrafo podrá saber nunca por qué las ciudades se situaron aquí o allá, un poco más abajo, más lejos o más cerca. Sólo sabemos que las ciudades son un cruce de caminos, el lugar donde algunos se detuvieron a descansar un rato y se quedaron para siempre junto al agua, bajo la sombra de un roble poderoso: esperaban a alguien, estaban cansados, sólo querían mirar la gente que pasaba, la poca gente que pasaba hace miles de años.

Las carreteras y cañadas atravesaban las ciudades y nadie hubiera osado, hasta hace un par de siglos, sugerir que las calzadas o caminos debían rodear los núcleos urbanos. Qué tontería. Las circunvalaciones eran un sueño de la razón, una quimera absurda, la boba extravagancia de algún iluminado. Las carreteras eran una puerta al progreso y ninguna municipalía hubiera prescindido de ellas. Ahora no es así y los Ayuntamientos que se precien quieren una circunvalación, o dos, o tres: las ciudades (para bien o para mal) han dejado de ser un cruce de caminos.

Pero no es fácil dejar de ser lo que siempre se ha sido y, si andamos con precaución, es fácil encontrar testimonios residuales de lo que siempre fueron las ciudades. Junto al llamado puente romano del Genil, antes de cruzarlo en dirección al paseo de los Basilios, hay a la izquierda un pequeño monolito de piedra, un mojón de carretera cuidadosamente pintado de blanco y rojo, donde puede leerse (en letras blancas) N-323, sobre la cifra en rojo de 433. Es decir, kilómetro 433 de la Nacional 323, la carretera que unía Bailén con Motril, una de esas carreteras que atravesaba Granada hace decenas de años. Supongo que ese hito kilométrico, cuidadosamente mantenido sin alharacas ni rivalidades, es una valiosa pieza de museo conservada milagrosamente en plena calle, sin que nadie (hasta ahora) haya discutido su identidad, su presupuesto anual, sus órganos de dirección, su ubicación o los criterios que han de regir su cuidado y mantenimiento. Qué estupendo sería que el patrimonio arqueológico de Granada llevara una vida tan sosegada y provechosa como la que lleva ese hito kilométrico del puente del Genil, ese hito que nos recuerda lo que somos, un cruce de caminos, el fruto del azar.

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