Todas somos Jane | Crítica

De la cocina a la silla de parto

Sigourney Weaver y Elizabeth Banks en una imagen del filme.

Sigourney Weaver y Elizabeth Banks en una imagen del filme.

Ambientada en aquel convulso 1968 revolucionario y basada en un caso real, Todas somos Jane nos trae la historia de la toma de conciencia y el salto al activismo de una prototípica esposa de clase media norteamericana que ve cómo de la noche a la mañana su vida acomodada e insustancial se ve sacudida por un embarazo inesperado y la toma de contacto con un grupo de mujeres que reivindica en las calles y también en la práctica clandestina el derecho al aborto seguro que por entonces no ofrecían los hospitales.

Elizabeth Banks se lía la manta a la cabeza y, sin que su marido y su hija adolescente se enteren, decide interrumpir su embarazo (por motivos de salud) y, de paso, integrarse en un colectivo multicultural de mujeres liderado por una Sigourney Weaver que presta su veteranía y su porte a la impulsora de este grupo dispuesto a desafiar la ley con tal de ofrecer la oportunidad de abortar a todas aquellas mujeres que, en diversas circunstancias, tienen la necesidad de hacerlo.

La película que dirige Phillys Nagy (co-guionista de Carol) con equipo técnico íntegramente femenino apuesta por el tono didáctico, quita hierro (moral) al asunto, castiga como es preceptivo al patriarcado de la época y celebra el espíritu de sororidad como principal objetivo de su tibio y actualizado gesto político, si bien sus formas planas y telefilmeras no acompañan demasiado a que las emociones y los lemas de aquel protofeminismo salido de los jardines de la clase media suburbial consigan rasgar la superficie de las imágenes.