Corpus

Decanos bajo las carpas

  • Responsables de las tres casetas más longevas del Corpus desvelan los entresijos de una vida ligada a la fiesta de Granada El traslado a Almanjáyar supuso el despegue definitivo

SON las más longevas de la feria, las decanas. Nadie conoce tanto ni tan bien la cultura de la caseta tradicional como los responsables de Que Viva La Pepa, La Ruiseñora y la Peña Los 17. Cada una tiene su propia historia. Y en todas se encuentran puntos de coincidencia a lo largo de más de cinco décadas entre el Paseo del Salón y el actual recinto ferial de Almanjáyar. Sin cainismo y sin ganas de competir entre ellas. Y sí con muchas anécdotas e historias acumuladas que hoy son ya la Biblia del casetero.

Peña Los 17 es la más grande de las tres. También la más 'joven'. Aunque sus orígenes se remontan a principios de los años sesenta, el Corpus de 1973 fue el punto de partida de un grupo de amigos enamorados de la diversión. "La hermandad de Las Maravillas necesitaba dinero para los respiraderos de la virgen. De esa forma nació la caseta de Las Maravillas en 1962". Habla Alfonso López, socio fundador de Los 17 que suma ya 51 Corpus como casetero. Una vez recaudados los fondos necesarios para el respiradero, la dirección de Las Maravillas decidió abandonar el proyecto, que retomaron en 1973 algunos de sus integrantes bajo el nombre de Las Murallas. "Volvieron a dejarlo, y en 1974 los antiguos socios teníamos derecho sobre esa parcela. Así fundamos la Peña Los 17. El nombre lo elegimos porque era el número de los que empezamos el proyecto", aclara López.

Las intensas lluvias caídas sobre la capital durante el Corpus de 1981 obligaron a los caseteros a exigir soluciones "porque el agua se desbordaba por los desagües", recuerda el socio fundador de Los 17. "Nos pasaron al Paseo de La Bomba, pero estábamos como amontonados. El Ayuntamiento nos prometió que el sitio sería provisional", explica. Fue entonces cuando César Valdeolmillos, concejal de Fiestas en aquel momento, proyectó el actual real de Almanjáyar. "Se construyó en un tiempo récord. Pasamos de diez o doce casetas a sesenta, y después a ciento y algo", apostilla José Luis Rescalvo, otro miembro honorario. Fue ya en la zona norte cuando crecieron, pues la desaparición de La Alegría les permitió doblar su número de módulos, pasando de dos a cuatro para ocupar en la actualidad una superficie de 400 metros cuadrados; la que más entre las carpas tradicionales.

Curioso -o no tanto, si se tiene en cuenta que fueron las primeras en llegar- es el hecho de que la tríada de casetas decanas estén contiguas. Todas ellas abren la calle La Zambra justo a renglón seguido de la de Diputación. Lindando con la de la institución provincial se encuentra La Ruiseñora. Emeterio Revilla es uno de sus socios con más abolengo, además de ex presidente. Fue en 1966, hace justo 50 años, cuando "una pandilla de amigos la fundamos en El Salón hartos de que no nos dejaran entrar en otra caseta". El problema se acabaría pronto, y el nombre se lo dio una mujer llamada Matilde. "Sin acuerdo sobre cómo llamarnos, comenzó a cantar una canción que terminaba hablando de una ruiseñora", rememora.

Los inicios aquí también fueron difíciles, tanto que al principio se montaba " con bloques de hormigón y sin techo". Nada que ver con los 200 metros cuadrados ahora presididos por Enrique Anaya. "No había un duro, y tuvimos que buscar a alguien que regentara un bar para las comidas. Al final encontramos a un hombre de Dúrcal", agrega. Revilla califica de "inteligente" el hecho de haber dado paso a las nuevas generaciones: "Lo han llevado igual o mejor que nosotros".

En medio de las dos está la que es ni más ni menos que la caseta tradicional con más solera. Su alma máter, Antonio Martín, es también el casetero más antiguo, "y el más viejo", añade sin perder la sonrisa. Hay que remontarse hasta 1961 para conocer la historia de una carpa que, junto con la ya extinta Casa de Sevilla, es la abuela de todas las privadas. "Todos los años solía ir con un grupo de amigos a la caseta del Marqués del Mérito, que era pública. Nos gustaba tanto que decidimos empezar con la nuestra", afirma Martín.

Quinientas pesetas de principios de los sesenta costó aquella aventura que, cuenta Martín, se consiguieron reembolsar. Todo el montaje se cimentó en torno a la ilusión de aquellos pioneros. El nombre de Viva La Pepa proviene de la disyuntiva sobre cómo llamarla. "Nos reuníamos en El Faquilla pero no había manera de consensuar un nombre. De repente alguien dijo: 'Esto es un Viva La Pepa'. Y así se quedó". Entre el rosario de anécdotas que conserva Antonio Martín destaca una: "Me dirigí al director del circo y le pagué para que me dejara que los payasos actuaran en mi caseta". Cuántas más guardarán esos plásticos sagrados del ferial.

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