Cuarteto Mandelring & Judith Jáuregui | Crítica

Tres compositores en uno

Jaúregui y el Mandelring en un momento de su actuación en el Patio de los Arrayanes

Jaúregui y el Mandelring en un momento de su actuación en el Patio de los Arrayanes / Fermín Rodríguez (Festival de Granada)

1927. En sus Aforismos Shostakóvich es el joven recién salido del conservatorio que vive en una URSS en la que aún se alienta el modernismo. De ahí sale esta colección de diez miniaturas que están muy lejos del dodecafonismo vienés y que, por el mantenimiento básico (aun con heterodoxias) de la tonalidad y por un carácter que abunda en elementos irónicos y paródicos, se aproxima al neoclasicismo parisino. Judith Jáuregui hizo un “Recitativo” de gran literalidad, aunque no aprovechó ni los cambios rítmicos ni el marcato bien señalado del compás 16 para dar un poco de variedad a su fraseo o incisividad a sus ataques. Recogió en cambio muy bien la frialdad mecánica (tan futurista) de la “Serenata”. Los cambios agógicos y las repeticiones obsesivas del “Nocturno” dieron paso a algunos de sus mejores momentos, una “Elegía” de estupendo legato y una “Marcha fúnebre” con las indicaciones de pedal consistentemente enfatizadas para lograr un clima tenebroso. El “Estudio”, auténtica parodia de un ejercicio escolástico, supuso una fulgurante transición a otro momento brillante de la pianista donostiarra, una “Danza macabra” con los acentos ahora sí muy destacados dentro de una articulación en staccato de la mejor ley, y esa cita del Dies Irae recorriendo (más aún, ordenando) la pieza de arriba abajo. La desnudez puntillista del “Canon” a tres voces fue uno de los momentos más modernistas de su interpretación, con sus accelerandi bruscos y unas dinámicas que acaso se apartaron demasiado del piano requerido. Las dinámicas se hacen aún más sutiles en las dos últimas piezas: en la “Leyenda”, Jauregui no hizo demasiado caso a la indicación de legato para volver al tono mecánico de la “Serenata”, pero en la “Nana” final fue capaz de crear, gracias al mantenimiento casi continuo del pedal, una atmósfera brumosa, onírica, acaso presagiando Shostakóvich la pesadilla totalitaria a la que se dirigía su país.

1940. Shostakóvich ha pasado por la dura experiencia de las críticas oficiales y la censura a su Lady Macbeth de Mtsenk, de la retirada de su 4ª sinfonía antes de su estreno y del acoso que, en el contexto de las terribles purgas de 1937, sufrió por esbirros del régimen (luego convenientemente purgados también). Se ha rehabilitado para las instancias institucionales gracias a una 5ª sinfonía estrenada a finales de aquel 1937 en la que parecía asumir las tesis del realismo socialista (“la respuesta de un artista soviético a una merecida crítica”, escribió) y es desde ellas que escribe su Quinteto con piano op.57, una obra de abundantes tensiones y conflictos, pero que se resuelven siempre afirmativamente. De los cinco movimientos, dos empiezan en modo menor y terminan en mayor, uno está en mayor y el cuarto es un Intermedio en re menor pero que se resuelve en el Allegretto final en sol mayor. Eso era lo que pedía el régimen: incertidumbre, sí; lucha, sí; pero al final tenían que imponerse las consignas soviéticas, la claridad y el triunfo, o sea, el realismo, que no era el mundo tal cual, sino como sería cuando la utopía socialista se cumpliera. El berlinés Cuarteto Mandelring ha hecho de Shostakóvich uno de sus grandes caballos de batalla: acababa de ofrecer un soberbio 8º cuarteto, pero en el arranque del Quinteto la tensión pareció ausentarse y todo resultó demasiado uniforme, solemne, plano y mecánico, como el piano de Jaúregui. Mas en la Fuga todo cambió: la sutileza, la claridad del tejido polifónico y la variedad de los pequeños matices se impusieron en un momento absolutamente mágico. El Scherzo central resultó limpio, divertido, bien articulado y muy volcado hacia el ritmo. El arranque del Intermezzo, con el primer violín sobre el pizzicato del cello, volvió por momentos a recordar al segundo movimiento, pero las progresiones armónicas trajeron también una intensidad cada vez mayor en los ataques hasta desembocar en un Final distendido y amable. Stalin, vigilante, lo gozaría.

1960. Muerto el tirano y pasado el aggiornamento que trajo el histórico discurso de Jruschev en el XX Congreso del PCUS (1956), Shostakóvich no se fiaba aún demasiado y seguía abordando principalmente las formas absolutas, en las que la abstracción podía actuar siempre como parapeto. Después de un viaje a Dresde en pleno proceso de reconstrucción, dejó el más famoso de sus Cuartetos, el nº8, que aunque oficialmente estaba dedicado “a las víctimas de la guerra y del fascismo”, era en realidad un autorretrato íntimo, lleno de citas de otras de sus obras y construido en buena medida sobre el motivo D-Es-C-H (esto es, re-mi bemol-do-si, en notación alemana), iniciales de su nombre. El Mandelring lo quiso lleno de matices (extraordinarias progresiones dinámicas por debajo del mezzopiano en el primer movimiento), con una intensidad en los ataques en los dos movimientos rápidos que, siendo suficientemente incisivos, no perdieron nunca la compostura, con un control absoluto sobre una tímbrica más mate que chirriante, acentos más suaves que exuberantes y un equilibrio superlativo, en el que destacó continuamente la nota de elegancia de la viola de Andreas Willwohl. El fascinante apagarse de la música en el morendo del Largo final terminó por parecer el retrato de un músico que, humillaciones y amarguras mediante, había aprendido también a callarse.

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