Igor Levit | Crítica

Épica y catarsis del Romanticismo

Igor Levit en el Palacio de Carlos V.

Igor Levit en el Palacio de Carlos V. / Fermín Rodríguez (Festival de Granada)

Sólo dos días después del fenómeno Trifonov, llegó al Carlos V Igor Levit, que había actuado ya en el duro e inolvidable Festival de 2020, cuando interpretó en el Patio de los Arrayanes las tres últimas sonatas de Beethoven. Levit nació en la misma ciudad que Trifonov, Nizhni Novgorod, aunque cuatro años antes, en 1987, cuando la localidad tenía aún el nombre que se le dio en 1932, Gorki, en homenaje a uno de sus más ilustres conciudadanos. Y puede decirse que ahí terminan las coincidencias entre ambos (al margen de su oficio, obviamente). Aunque destacó como pianista muy precozmente, aún en Rusia, Levit se trasladó a Alemania con sus padres a los 8 años y su formación es básicamente germánica. Su pianismo es radicalmente distinto al de su paisano.

Para apreciarlo bastó escuchar su interpretación de la Fantasía Op.17 de Schumann, que también había tocado Trifonov en su presentación granadina. Trifonov destripó la obra de etiqueta, con una claridad y una penetración analítica soberbias; Levit puso en su lugar el ardor y la épica. Desde el lento, concentrado arranque, se apreció una visión que partía de una articulación más relajada, con acentos no tan marcados y una densidad mayor, como si no le interesara tanto la transparencia de las voces ni su papel en el desarrollo de la forma cuanto el peso de todas ellas juntas y la capacidad de generar así tensión en el oyente. La marcha del segundo movimiento miró triunfal e indisimuladamente al Beethoven heroico, mientras que en el Final, Levit estiró al máximo posible su fraseo, acentuó las dinámicas más extremas y dejó una versión de hondo, oscuro y expresivo intimismo.

El concierto había empezado con la Fantasía que el escocés Ronald Stevenson escribió sobre temas de Peter Grimes de Britten, una obra de unos diez minutos de duración que termina con unos pasajes etéreos producidos con técnicas extendidas (pizzicato sobre el arpa del piano). Tras Schumann, y desmintiendo al programa de mano, que insinuaba una pausa, Levit afrontó el arreglo que Zoltán Kocsis hizo del Preludio de Tristán e Isolda de Wagner, pieza esencial en la modernidad musical, pero que, como bien advertía en sus notas al programa Rafael Ortega Basagoiti, no funciona igual de bien en el piano, y de hecho, pese a que el pianista ruso intentó profundizar en el alargamiento del fraseo, el sonido dura lo que dura y esa profunda insatisfacción, esa expectativa aplazada una y otra vez que causa el original, por la permanente negación que hace Wagner de las resoluciones armónicas que espera el oído del oyente, no tuvieron el mismo impacto, de modo que el intérprete pareció enfatizar los silencios y las progresiones sobre las dinámicas más leves para conseguirlo.

De ese final en un prolongado morendo, sin interrupción alguna, emergió su volcánica visión de la Sonata en si menor de Liszt, suegro de Wagner, quien admiraba esta obra clave del Romanticismo musical, con su visión novedosa de la forma sonata, convertida en cíclica por la reaparición continua de sus diversos temas, especialmente del segundo, que Liszt marca Allegro energico y que sonó siempre distinto, pero siempre apasionado (distintas formas de pasión) en las libérrimas manos de Levit. Su visión no dejó indiferente por la amplísima paleta de emociones que fue capaz de pulsar, desde el misterio más exquisito que sugiere el inicio en piano sotto voce al sobresalto que crean las octavas más poderosas (como en ese Grandioso que Liszt señala en fortissimo), pasando por el consuelo de pasajes plenos de dulzura y delicadeza. Sobre todo ello, Levit impuso una variedad en el fraseo un tanto caótica (lo que en un momento era legatissimo de repente estallaba en un staccato inesperado), en el uso del pedal y en el manejo de los volúmenes, con dinámicas en permanente progresión y tempi en general rápidos (con pasajes por completo fulgurantes). Una visión personalísima, auténtica catarsis del Romanticismo más individualista y exaltado, que encontró su contraluz en la propina del Schumann de las Escenas de niños, en la que el poeta habla por la voz del piano con una elocuencia que se entrecorta, musita y sueña.

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