Neopercusión | Crítica

Rituales coreográficos de la percusión

Un momento del concierto de Neopercusión en el Centro Federico García Lorca

Un momento del concierto de Neopercusión en el Centro Federico García Lorca / Fermín Rodríguez (Festival de Granada)

Por su conexión con el ritmo, el pulso esencial de la vida, los instrumentos de percusión añaden casi siempre un componente de ritual a las obras musicales en los que participan. Cuando las obras les están dedicadas en exclusiva, ese componente se convierte en parte íntima de su naturaleza. Así en las tres piezas que formaron el recital de Neopercusión, el gran conjunto español en su género.

Un espectacular set de percusión ocupó el escenario del Centro Federico García Lorca para una actuación de una precisión y coordinación ejemplares. Todo empezó con A riveder le stelle de Tomás Marco, obra que parte del último verso de la Divina Comedia y exige dos percusionistas y una voz, que fue la de la mezzo Marta de Andrés, espléndida en un cometido en absoluto fácil, tanto aquí como en la pieza que cerraba el recital, una magistral partitura del año 2000 del húngaro György Ligeti (Con silbatos, tambores, violines de caña). De Andrés mostró una enorme versatilidad, pues las obras le pedían declamación, canto lírico, sprechsgesang, incluso folk, y en todas sus formas salió triunfante por la perfecta proyección y la claridad de su prosodia.

Desde las primeras vocalizaciones de la mezzo, seguidas de dos aterradores golpes de bombo, la obra de Ligeti, que incluye además de la percusión, diversos tipos de silbatos, flautas, armónicas y ocarinas, juega con las expectativas del espectador, moviéndolo del humor a la evocación de simples estructuras populares, la extrañeza surrealista, el éxtasis meditativo y la ensoñación (la espectral Sueño, con acompañamiento de armónicas) hasta crear en el espectador la sensación de que está habitando la música, y ese fue justo el efecto creado por las muy elocuentes intervenciones de la solista y la precisa respuesta del equipo de cuatro percusionistas dirigido por Juanjo Guillem.

Entre medias, se recuperó una obra que Tomás Marco había estrenado en 1971 en el Patio de los Leones de la Alhambra para el Festival de aquel año, Necronomicon, una exigente y ambiciosa composición en cuatro secciones, la primera destinada solo a instrumentos de metal (triángulos, metalófonos de diversa naturaleza, vibráfonos, gongs…), la segunda a los de madera (marimbas, xilófonos, látigos, maracas, castañuelas, carracas…), la tercera a los de parche (todo tipo de tambores, timbales, panderetas…) y la cuarta a una mezcla de todos ellos. La obra exige seis percusionistas que se mueven continuamente por la escena, lo que le añade un componente coreográfico intencionadamente irregular e incluso caótico, y termina con un fascinante y atronador crescendo instrumental al que se añaden las sirenas y las campanas tubulares en una explosión en la que la variedad tímbrica se suma al ritual rítmico en una vitalista expresión de sensualidad.

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