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Barenboim, fidelidad recíproca

Programa: 'Obertura Ruy Blas, Op. 95', de Félix Mendelssohn-Bartholdy; 'Adagio de la sinfonía num. 10 (Inacabada)', de Gustav Mahler; 'Concierto núm. 3, en Do menor, para piano y orquesta', de Beethoven. Director y pianista: Daniel Barenboim. Lugar: Palacio de Carlos V. Fecha: viernes, 10 de julio de 2009. Aforo: lleno

Hay que hablar de una fidelidad recíproca: la de Barenboim, cerrando los últimos años con muy alta nota el Festival de Granada y un público, entregado, que viene de diversos lugares para asistir a esta guinda musical que pone el gran músico argentino-israelí, junto a la Staatskapelle Berlin, al certamen granadino. Una guinda selecta y siempre variada, desde Mahler a Bruckner, desde Beethoven a Wagner. Y no sólo como director, sino como el admirado pianista que sigue siendo, pese a su más frecuente especialización en el mundo sinfónico u operístico en los últimos años.

El concierto inaugural de este ciclo lo abordó con la máxima calificación. Primero, disponiendo a la orquesta de la manera más adecuada posible -violonchelos, en primer término, enfrentados al director, contrabajos a la izquierda- para subrayar dos obras bien distintas, pero donde la cuerda grave tiene tanta importancia o más que los violines y violas. Ocurría con la obertura Ruy Blas, de Mendelssohn, basado en el melodrama histórico español de Victor Hugo. El alemán siempre parece el menos romántico de su tiempo, en cuanto a profundizaciones dramáticas, pero sí uno de los más elegantes y suntuosos. Barenboim y la Staakskapelle bordaron la obertura, conjugaron con perfección los contrastes y dieron luminosidad a la partitura.

Pero donde verdaderamente se exigía la máxima concentración de orquesta y director, era en el bellísimo e inquietante Adagio de la inacabada Décima sinfonía, de Gustav Mahler. Se interpreta, generalmente, sólo este movimiento, acabado, porque, por sí mismo, tiene una entidad propia de la personalidad del autor de Canción de la tierra, de las nueve sinfonías gloriosas y de tantos lieder, canciones a la muerte de un niño -su propia hija- donde está patente su profundo sentido dramático de la vida. Este Adagio está escrito en un periodo de profunda depresión, ante la infidelidad descubierta de su esposa Alma, el amor de su vida. Debería tener cinco movimientos, había algunos fragmentos escritos, pero ni Shönberg ni Walter se atrevieron a completarla para no caer en sacrilegio. Sí lo hizo el musicólogo inglés Derik Cooke. En Londres, el 13 de agosto, de 1963, se estreno la versión 'íntegra' de la Décima, en medio de polémica. ¿Qué era de Mahler y qué de Cooke? Por eso siguen los directores comprometidos y fieles al espíritu del austriaco interpretando el adagio monumental que sí se tiene la seguridad de su paternidad.

Y Barenboim, con la partitura en el atril, como una idea de respeto a la máxima concentración que la obra exige, nos dio una excepcional versión de este retablo donde se condensa el espíritu inquietante de Mahler, que lo mismo se remansa que se abre como un monstruo de cólera, donde las disonancias, en la línea que seguirían Shönberg, son un elemento más de agresividad y de expresión sonora, que dramatizan el texto sonoro. Hay que ser un director muy conocedor no sólo de la lectura de Mahler, sino de su espíritu, para lograr la plenitud, los instantes íntimos, subrayar los contrastes, dinamizar todo ese mundo, lúgubre, en su serenidad y en su exaltación. Para Mahler la vida era un drama permanente. Su difícil infancia en Bohemia, con una pobre madre, tierna y dulce sufriendo la brutalidad del marido, lo marcaría para siempre. Este judío que ha cantado como nadie la infelicidad, la tristeza, necesita de interpretaciones magistrales como la que nos ofrecieron Barenboim y la Staatskapelle.

Y como broche de la noche, el pianista excepcional, dominador, delicado, brioso, que ya admiraba el crítico, como digo en otro lugar, desde 1960, cuando se presentó en el Centro Artístico de Granada, y tantas veces ha repetido en recitales en el Festival o en conciertos con orquesta. Fue sencillamente magistral su interpretación del Concierto núm. 3, en Do menor, de Beethoven. La musicalidad, la expresividad del piano de Barenboim no sufrió al estar pendiente, también, de la orquesta, sino que se fundieron ambas interpretaciones. No soy de los que gustan que un pianista dirija al mismo tiempo que interpreta. Pero Barenboim, músico total, dejó una versión emotiva y muy sensible que logró las ovaciones de un público entregado, al que dedicó, lo que él llamó 'una propina', un Nocturno de Chopin, ejecutado con la maestría y elocuencia que caracteriza a su piano. Noche gozosa, primer eslabón de un tríptico del que les daré cuenta detallada y con el que se cierra el Festival.

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