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Emotivo paseo por 'El lago'

Conjunto: Bayerisches Staatsballett München. Director artístico: Ivan Liska. Coreografía: Ray Barra, sobre Marius Petipa y Lev Ivanov. Música: Piotr Ilich Chaikovski. Vestuario: John Macfarlaine. Principales intérpretes: Ekaterina Petina (Odette-Odile); Tigran Mikayelyan (Príncipe Sigfrido); Matej Urban (mago Rotbar; Séverine Ferroler (Prometida de Sigfrido); Javier Amo González, Martina Balabanova, Zuzana Zahradniková... Lugar: Jardines del Generalife. Fecha: viernes, 29 de junio de 2012. Aforo: lleno.

Cuando un conjunto de danza triunfa en El lago de los cisnes, como ocurrió la noche del viernes en la notable versión ofrecida por el Bayerisches Staatsballett München, tienen que reunirse muchos elementos. El primero, y lo que define a esta compañía, es una armonía absoluta en su estética y en la forma de comunicar la conocida obra. Partiendo de una calidad inmaculada, que trasciende desde las primeras figuras hasta la totalidad del conjunto, lo que resalta, sobre todo, es la delicadeza, la pulcritud y la elegancia con que aborda cada uno su rol. Esa delicadeza, basada en esa sólida formación, donde apenas caben errores de bulto, hace posible que asistamos a un plácido y emotivo viaje por el lago de los cisnes blancos, en contraste con el vitalismo y sensualidad de los negros, alrededor de cuya dualidad transcurre el interés de la obra. Ray Barra ha puesto su grano de arena en la coreografía, pero con escrupuloso respeto a la clásica de Petipa e Ivanov y así el público puede degustar una historia, no por convencional, con los habituales horribles libretos para el gusto burgués -diría de la época, pero también de hoy-, flota como en toda obra clásica una referencia inevitable para cualquier conjunto de ballet y bailarines que se precien.

Sobre ese tono de elegancia y medida sobriedad, creo justo destacar a la joven Ekaterina Petina que asume -afirman que por vez primera- el doble reto técnico y psicológico de la delicada Odette, la princesa encantada, y la sensual, arrebatadora e impulsiva Odile. A mí, personalmente, me encantó mucho más en su primer rol, con su delicadeza, elegancia, espiritualidad, con esos movimientos ligados, donde cada centímetro del cuerpo de la bailarina funciona con un orden de íntima expresividad, producto de una técnica perfecta, que en los momentos que hay que poner otro fuego y hasta otro tratamiento más vigoroso y radical en la Odile, que tiene reservado ese terrible paso a dos del cisne negro con Sigfrido, incluyendo esa infernal prueba gimnástica de los 32 fouttes de la variación final que no todas las primeras bailarinas son capaces de llevarlos a cabo como si fuera algo natural, cuando realmente es casi inhumano.

Tigran Mikayelyan, que en la versión se convierte en el protagonista conductor del espectáculo, demostró unas cualidades extraordinarias: dominador de la técnica, sus piruetas y saltos y, en general su deambular, sólo o acompañado, están en los límites de la perfección. Pero, sobre todo, también de la elegancia que Ivan Liska, el director artístico, ha impuesto a todo el conjunto. Su virtuosismo y poderío en el mencionado paso a dos del III acto fue todo un ejemplo de su buen quehacer y su ductilidad para hacerse dueño del escenario.

Hay otros momentos muy aceptables, como el famoso paso a cuatro de los cisnes blancos, o de los dos cisnes, sin olvidar la siempre efectista y aplaudidas danzas con reminiscencias españolas, napolitanas u orientales de la fiesta en palacio, acentuado el clima con los tonos rojos de la iluminación. Aunque, como tantas veces he comentado cada vez que he contemplado versiones de El lago en el Generalife, la mejor escenografía son las de los cipreses al fondo y la luna sobre ellos. En estas sesiones estorba la embocadura del propio teatro que rompe una estética que ha debido respetarse.

Grata y digna jornada, en resumen, para un clásico de la danza. Y sólo el 'pero' habitual que el crítico ha utilizado más de una vez cuando se acompañan los ballets con música grabada, en vez de la directa de una orquesta, cosa que rebaja el espectáculo a una sesión menor, puramente divulgativa, en vez de quedar asociado todo -música y danza- en una velada trascendente. Así no podemos aplaudir, como en otras ocasiones, la exquisitez del violín solista, por ejemplo, en la partitura de Chaikovski. Contra esa reducción del espectáculo en el Generalife y en un Festival Internacional siempre he protestado y protestaré. Los ballets más importantes siempre han exigido -en este mismo escenario- contar con la música latiendo en vivo al mismo tiempo que sus músculos y sus corazones.

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