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El fin de los viejos tiempos

Hay sonrisas que ocultan una mueca de asco, flores de apariencia delicada que devoran a mariposas imprudentes, trampas mortales que se presentan como un jodido golpe de buena suerte. Un día, mientras caza a lo largo de la frontera entre Texas y México, Llewelyn Moss se da de bruces con los restos de un naufragio: tres camionetas abandonadas, varios cadáveres, un alijo de droga y un maletín con dos millones de dólares libres de impuestos. Moss coge el dinero, pero una intempestiva muestra de piedad -decide llevarle agua a uno de los narcotraficantes, moribundo- lo deja al descubierto. Tras de Llewelyn se lanzan las bandas contendientes y sus respectivos matones; entre éstos, Anton Chigurh, un ser demoníaco más que un vulgar psicópata. Nadie deja escapar dos millones de dólares así como así y Moss, que creyó haber resuelto su futuro de una vez para siempre, ve cómo todo se desmorona a su alrededor; su vida y la de los suyos ahora no valen nada. El golpe de suerte era, en realidad, una trampa y los billetes, flores carnívoras que reducirán sus manos a muñones.

En No es país para viejos (2005), Cormac McCarthy documenta la crisis ética actual. No es que cualquier tiempo pasado fuera mejor, sostiene el autor, pero en las últimas décadas se han enterrado valores fundamentales para la convivencia sin que hayan sido reemplazados por otros. No es difícil mostrarse de acuerdo con él, en parte al menos: sé de gente que ha preferido perder a un amigo a decir "Lo siento". La novela es un adiós a los viejos tiempos; unos tiempos en los que conceptos tan nebulosos (pero esenciales) como la amistad, el respeto, la honestidad o la coherencia no eran diremos respetados, tampoco seamos ingenuos, pero sí considerados un bien. Esta época cínica nuestra se toma a chirigota todo esto. El sheriff Bell, durante la investigación para saber qué ocurrió en la frontera, y qué hacer para ayudar a ese insensato de Llewelyn Moss, contempla melancólico la indiferencia reinante: "cuando digo que el mundo se está yendo al infierno la gente simplemente sonríe y me dice que me estoy haciendo viejo", comenta Bell, una suerte de alter-ego del escritor.

Lo que sorprende de la adaptación de los hermanos Coen es la extrema fidelidad al texto. Los cineastas no sólo han llevado a la pantalla la trama o los diálogos, sino incluso gestos, miradas, detalles de los personajes. No obstante, el discurso de los Coen no secunda totalmente los postulados conservadores de McCarthy; el film, más moderado, muestra una intensa acritud hacia el tiempo presente, pero no el tono apocalíptico de la novela -casi un anticipo de La carretera (2006)-. La fidelidad al libro no es necesariamente un lastre. Cuando hablamos de novela y cine lo hacemos de moldes narrativos que se sirven de elementos distintos, no refractarios: la palabra y la imagen. Cormac McCarthy ideó un magnífico thriller moral y lo puso por escrito con un estilo muy personal, despojado de retórica, literario. Los Coen vuelven a contarnos (con matices) la misma historia, con un estilo visual, sobrio, puramente cinematográfico. El apego a la letra impresa redunda en beneficio del film, pues el dúo de hermanos cineastas, muy inclinados a las salidas de tono, adopta una postura sorprendentemente seria, medida, exacta, y así, gracias al relato de McCarthy, han firmado su mejor película hasta la fecha.

Toda adaptación es sólo una de las posibles lecturas del libro y no tiene por qué coincidir con la del lector/espectador. Esa "lectura" o "interpretación" se extiende a puntos tan decisivos como el físico de los personajes. Cormac McCarthy apenas dice nada del aspecto de éstos, por lo que resulta interesante estudiar la película a partir de las elecciones tomadas en este sentido. Los cineastas han manejado una tipología reconocible, insistiendo en su carácter común. Recuérdese la incorporación de Javier Bardem como Anton Chigurh: el actor no cae en el error de otros intérpretes en cometidos parecidos; su psicópata no es una superstar a la manera de Hannibal Lecter, sino un ser insensible, neutro, sin carisma. Es peligroso, no atractivo, y va armado de una pistola de aire comprimido como las usadas en mataderos para sacrificar las reses; las personas, para él, no son otra cosa.

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