Gafas de cerca

Tacho Rufino

jirufino@grupojoly.com

La crisis recurrente

Los periodos de estabilidad se abortan cada vez más rápido: un sinvivir, probablemente acelerado por la mundialización La zozobra que causa el bajonazo cíclico mueve a pedir más Estado

El origen de la palabra crisis está en la voz krinein del griego antiguo, cuyo significado es separar o decidir. Una crisis implica, pues, un antes y un después en una situación dada. No siempre -casi nunca, mejor dicho- gobierna un individuo sus vicisitudes, bien porque otro decida por ti, bien porque las variaciones de un estado de cosas preexistente se deban a causas sobrevenidas o que son por completo ajenas a la voluntad de la gente. El devenir de cualquier cosa viva e incluso inerte y hasta metafísica -la ideología, por ejemplo- está sujeto a cambios sucesivos, que conforman ciclos, con sus fases: nacimiento, crecimiento, inflexión, madurez, declive y muerte o, en el mejor de los casos, redención o reciclaje y vuelta a empezar en otro patrón de existencia. La propia enfermedad puede tener efectos regeneradores: recuerdo haber crecido, y mucho, a base de terribles amigdalitis, cada año y durante al menos seis de mi niñez y mi adolescencia. Y al poco salía fortalecido. Las crisis son la vida misma. Vale; una de ellas será la última: aquí no se queda nadie. Mejor tomárselo deportivamente.

Bajemos la bola al piso de la economía, una forma pragmática -hasta la aridez del número- de entender las cosas de los hombres, a la vez que constituye una disciplina útil porque aporta un esquema de conocimiento que por naturaleza analiza las crisis (casi siempre a toro pasado, bien es cierto: es una ciencia con pies de barro). La impresión que uno tiene -a bote pronto, sin análisis estadístico alguno- sobre la sucesión de momentos de contracción y pérdidas económicas (de empleo, de consumo, de producción, de riqueza, de coberturas sociales, de viabilidad presupuestaria, de prestaciones sanitarias, de futuro para los jóvenes...) es que cada vez es mayor la frecuencia de las fases críticas del ciclo, o, dicho de otra manera, es menor la duración de los periodos de estabilidad y crecimiento sostenido. Un sinvivir, probablemente acelerado por la mundialización de las actividades productivas, comerciales y meramente financieras; un proceso dinamizado hasta el vértigo por la emergencia china y la nueva guerra fría que el país asiático sostiene con Estados Unidos.

Encaramos como civilización un entorno complejo y sin respiro, también debido al deambular planetario y sin alma -sin vinculación al territorio y sus gentes o votos- de los fondos de inversión y, en concreto, los fondos soberanos. Las pandemias y la amenaza climática y catastrófica son otros factores de un sistema incierto y en exceso dinámico. Hay otro catalizador plausible a la hora de explicar las crisis en oleadas cortas y continuas: la hiperinformación. Nada que ver con el conocimiento, pero sí con el avivamiento de los rescoldos en función del pánico y, a qué negarlo, de la especulación de agentes excesivamente fuertes, o sea, fuerzas contrarias al libre mercado (que suelen tener al mercado en la boca como quien esgrime la misericordia de Dios siendo un perfecto canalla).

Este desorden mueve a la zozobra de los ciudadanos, impelidos a apoyar políticas de mayor intervención del Estado sobre la economía. También del miedo se alimentan los populismos de extrema derecha e izquierda. Y es que los presupuestos de la Economía Clásica son a la economía de la actualidad como Bach al reguetón. Repetiremos una cita muy presente en este recuadro, pero con estrambote: "Del egoísmo del carnicero depende que tengamos un filete en la cena... pero si el carnicero es demasiado poderoso, nuestras cenas serán una carnicería". (El mundo menos salvaje afronta el reto de sostener el Estado de bienestar: la gente lo exige. Miren a Francia. Pero cómo cuadrar la cuenta del welfare con cada más viejos y menos buenos cotizantes, ah, eso está por ver. Seguiremos al tanto aquí.)

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