El lanzador de cuchillos

Sonrisas contra pistolas

Don Puglisi no sólo fue un santo en vaqueros, sino también héroe y mártir del Estado de Derecho

El 15 de septiembre de 1993 –hace ahora 30 años– don Pino Puglisi cumplía cincuenta y seis años. Para él fue un día como otro cualquiera, transcurrido entre el centro juvenil que dirigía y sus obligaciones pastorales. A última hora de la tarde lo celebró con algunos de los chicos de su parroquia. Sobre la medianoche se despidió de ellos y volvió a casa, en el barrio palermitano de Brancaccio, conduciendo su viejo Fiat Uno blanco. Lo que ocurrió cuando estaba abriendo la verja de entrada al edificio se lo contó años más tarde a los jueces el pentito di mafia Salvatore Grigoli: “Fue cuestión de segundos. Vi cómo el Spatuzza se le acercó por detrás y le mintió al oído: “Padre, esto es un atraco”. Don Puglisi se giró, lo miró, sonrió –esto no lo he podido olvidar nunca, muchas noches no me deja dormir– y dijo: “Os estaba esperando” No se había dado cuenta de mi presencia porque estaba a su espalda. Entonces le pegué un tiro en la nuca”.

Pino Puglisi murió así, sonriendo a sus asesinos, que huyeron del lugar en una motocicleta. Un vecino fue el primero en socorrerlo, pero no pudo hacer nada por él.

La noticia de su asesinato corrió como la pólvora por toda la ciudad y llegó incluso al Vaticano. Juan Pablo II denunció con vehemencia el crimen del discreto cura antimafia: “Elevo mi voz para deplorar que un párroco consagrado al anuncio del Evangelio y dedicado a ayudar a sus hermanos a llevar una vida honesta, haya sido bárbaramente eliminado. Mientras imploro al Altísimo el premio eterno para este generoso ministro de Cristo, invito a los responsables de este delito a convertirse. Que la sangre inocente de este sacerdote porte la paz a la querida Sicilia”.

El padre Pino había elegido no sólo reconstruir el sentimiento religioso y espiritual de sus fieles, sino también tomar partido –sin ambigüedad ni hipocresía– por los débiles y los marginados; apoyar e impulsar, sin silencios cómplices y aun a riesgo (cierto) de morir en el intento, todos aquellos proyectos que sirvieran para erradicar la cultura de la mafia. “Nel suo piccolo”, en el ámbito restringido de su barrio, don Puglisi no sólo fue un santo en vaqueros, sino también héroe y mártir del Estado de Derecho. Sin embargo, a su entierro apenas acudieron vecinos del Brancaccio, territorio de estricta observancia mafiosa. Al paso del féretro, portado a hombros por otros curas, puertas y ventanas permanecieron cerradas a cal y canto.

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