La Torre de Babel

La existencia de una lengua, en sí mismo,no es un acontecimiento milagroso o valioso

En el Génesis se narra el episodio acaecido tras el diluvio universal, cuando los hijos de Noé, supervivientes al desastre, se reúnen en medio del desierto y deciden construir una enorme y altísima torre, quizá con la esperanza de protegerse ante futuros diluvios similares. Dios castiga esta arrogancia haciendo que cada uno de ellos hable un idioma diferente, lo que les obliga a separarse y repartirse por el mundo. La torre de Babel, por tanto, simboliza la falta de entendimiento entre los hombres y coloca a la diversidad de lenguas como el factor responsable del mismo. La existencia de más de una lengua o idioma, en definitiva, se valora como algo muy negativo, causante de enfrentamiento y división; un castigo divino. En nuestro mundo contemporáneo, en cambio, en el contexto de las tesis iusnaturalistas que magnifican desde un feroz punto de vista antropocéntrico cualquier manifestación humana colectiva y que, por tanto, legitiman y blindan cualquier aspecto identitario de los pueblos, se contempla la existencia de las distintas lenguas como una manifestación de riqueza y diversidad culturales que deben ser protegidas y conservadas. Y se nos vende, además, como un factor clave y determinante para lograr el “entendimiento” y unión entre los pueblos. Se trata, qué duda cabe, de una paradoja inexplicable o, directamente, de un cuento chino, una falacia para incautos acríticos. Para formarse una idea encaminada sobre el tema, es bueno distinguir, una vez más, entre la cultura del individuo y la de la tribu. Las modernas oclocracias iusnaturalistas llevan décadas potenciando la última en detrimento de la primera, que, en cambio, constituye el único conocimiento real y aprovechable. Los avances de las sociedades, sean científicos o técnicos, filosóficos o artísticos, que a la postre se venden siempre como logros colectivos, son descubrimientos, alumbramientos o creaciones de individuos aislados. La existencia de una lengua, en sí mismo, no es un acontecimiento milagroso o valioso, no es fruto de la inteligencia individual o colectiva; es la cosa más vulgar del mundo, la necesidad de comunicarse y entenderse de un determinado grupo. Son las obras científicas y literarias de calidad escritas en una determinada lengua las que le otorgan valor y las que realmente la legitiman y plantean seriamente el debate de su conservación y continuidad en el tiempo. Las lenguas, por sí mismas, no tienen ningún valor, y lo deseable sería que existiera solo una para toda la humanidad.

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