En frase –parece que erróneamente– atribuida al canciller alemán Otto Von Bismarck, se sostiene que “España es, sin duda, el país más fuerte del mundo, pues lleva más de doscientos años tratando de autodestruirse y de ninguna manera lo consigue”. La frase de marras, que bien la hubiese podido afirmar cualquier otro personaje, viene a subrayar la falta de solidaridad y hasta de empatía que existe entre los propios naturales de esta más antigua nación del continente europeo, que es España. Falta de empatía y sistemática capacidad para denostar aquellas costumbres cuya existencia vendría a formar parte de la idiosincrasia de la propia nación.

Por poner un ejemplo de actualidad, señalaré la llamada festividad de Halloween que, aunque en esencia no es sino un modo de conmemorar, en la víspera del Día de Todos los Fieles Difuntos, el paso por esta vida de todos cuantos nos han precedido, la parafernalia y estética que se organiza en torno a este modo de conmemoración, no tiene tradición alguna en España, muy al contrario, desconociéndose su origen real y certero, hay quien la relaciona con la festividad gaélica de Samhain, con la que, parece que los celtas celebraban el comienzo del tiempo de los fríos y el final de toda cosecha, es decir, el invierno.

Muchos españoles sin relación alguna con la cultura de Irlanda o Escocia, que son las sociedades celebrantes más remotas del Halloweem y cuyos muchos emigrantes llevaron esta celebración pagana al continente norteamericano, lo conmemoran igualmente como si formasen parte de esas sociedades aquí foráneas, con las que absolutamente nada tienen que ver, deslumbrados en una actitud absolutamente cateta y convulsivamente consumista de productos para disponer una escenografía evocadora de absurdas situaciones y estéticas terroríficas, sin conocer ellos mismos por qué lo hacen, la razón de su tan irracional entrega a la desagradable celebración y, lo peor, el motivo por el que esa festividad, absolutamente advenediza, la inculcan a sus propios hijos, familiares y vecinos, al mismo tiempo en que, como consumados palurdos, son capaces de abominar, con vehemencia, si falta hiciere, del imperialismo norteamericano, cuya antropología cultural introducen, irreflexivamente, hasta lo más profundo de sus propios hogares y familias.

Y todo esto, que es oportunamente aprovechado por avispados fabricantes y comerciantes de antipáticos y hasta espantosos disfraces, contrasta con el lamentable abandono de las costumbres ancestrales de nuestra sociedad como sería la de asar castañas, en las horas vespertinas para compartirlas con la familia y los amigos, mientras que los más viejos relatan esos cuentos que han hecho las delicias de tantas generaciones, en los que, con sabiduría de siglos, se han sabido transmitir nuestras convicciones sociales y valores compartidos que han constituido el modo de ser de nuestra sociedad y que nos retratan y bien definen, aunque, también, parece que deseamos, a toda costa, destruir y hacer desaparecer ¿O no?

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