El Observatorio

josé Carlos Del Toro

Y fue una máquina

SOY consciente de que mi esfuerzo por seguir las normas gramaticales algunas veces obedece más a una admiración por la herencia recibida que a la constatación de una necesidad. Es un hecho que muchas de ellas no son necesarias, otras que aunque lo fueran han sido sobreseídas por la cotidianidad y aun otras que parecen carecer del mínimo vínculo genético con el resto de nuestro acervo idiomático. La indistinción fonética entre la letra b y la letra v es un ejemplo de las innecesarias. Como la de la g y la j a la que tanto se rebelaba Juan Ramón Jiménez. El paradigma de las segundas es la anfibología de la palabra "solo" que se resolvía antaño con una tilde diacrítica para distinguir el adverbio del adjetivo. Estoy convencido de que el moderno desistimiento obedece más al desdén popular que no respetaba la norma que a otra razón más profunda. Y en el fondo hay sensatez en la nueva medida: si los hablantes no lo necesitan, ¿para qué complicar la escritura? La tercera categoría es más sutil y pasa desapercibida aunque no por ello sea menos real. Por alguna razón que desconozco -no soy ningún lingüista sino un aficionadillo- en nuestro idioma suena más natural que las palabras terminadas en n sean agudas como volcán, terraplén, cojín, camión, o tuntún. ¿Por qué lo digo? ¿Ha tomado Vd. alguna vez Eferalgan, o se ha untado con Voltaren, o se ha instilado Xalatan? Seguro que ya se ha dado Vd. cuenta. Apuesto a que ha leído "Voltarén", "Eferalgán" y "Xalatán" y estos son solo tres de cientos de ejemplos. Tendemos a leer lo que queremos y no lo que está escrito. ¿Será, pues, más natural el aprendizaje caso por caso como en inglés?

Impelido casi a contestar afirmativamente a esa pregunta, experimenté el otro día una anécdota reconciliadora con las reglas. Y fue una máquina, en el ambulatorio, la que me reconfortó. Resulta que, además de los monitores donde se reflejan los turnos, el sistema incluye un robot que lee los nombres de los pacientes. Cuál no sería mi alegría cuando oí (escribo fonéticamente) "Mária Robles Alárcon" y me fijé que, claro, los nombres estaban escritos en mayúsculas y que el funcionario de turno no se había molestado en tildarlos convenientemente. ¡Qué lección nos daba la máquina! Si yo hubiera sido doña María, me habría enfadado. Pero claro, es que yo soy tan maniático que llevo firmando muchos años sin tilde mi propio nombre para ver si alguien lo pronuncia como normalmente me llaman: Jose y no José. Solo nos queda la esperanza de las máquinas. Aunque innecesarias, ilógicas o sobreseídas, las normas gramaticales nos ayudan a entendernos. Sin ellas, la tarea es difícil.

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