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El poder de la espera

Cuentan los corresponsales de alta política que el expresidente Mitterrand hacía parar al chofer del coche oficial y camuflarse tras algún recodo del camino hasta asegurarse de que sería el último en llegar a la cumbre de jefes de estado. La triquiñuela le permitía que todos lo esperasen y él consideraba que este hecho le otorgaba un plus de grandeza. Los detalles son importantes y hay que cuidarlos. Marta, Clara y Jonás acudieron con tiempo más que suficiente al concierto de Andrés Calamaro. Querían evitar aglomeraciones y como la apertura de puertas se anunciaba para las ocho y media, pues allí que se plantaron ellos a esa hora. Lo que no sabían era que serían más de las 11 de la noche cuando finalmente se abrieran esas puertas y cerca de las 12 cuando el cantante pisó el escenario.

Los organizadores trataban de capear el temporal como mejor sabían mientras otros lo rescataban de la plaza de toros. Al parecer el artista se encontró en el hall del hotel con uno de los matadores del cartel de ese sábado de feria y ni corto ni perezoso decidió que no estaría mal acompañarlo al coso. Su prueba de sonido y el concierto mismo podían esperar. Curioso y brutal sentido de la honestidad el de algunos. Desde luego a este paso la gira se presenta movidita. Su anterior concierto ya había tenido que ser suspendido en dos ocasiones -desconozco los motivos- y también provocó una oleada de reclamaciones. Alguna de ellas tan llamativa como la que denunciaba un complot no se sabe bien de quién para evitar que el músico argentino actuara en Valencia. Iker Jiménez debería enviar un equipo de investigación a sus conciertos.

El caso es que entre el retraso que impidió hacer pruebas al grupo y la acústica infame del recinto, el sonido que salía del escenario parecía más una agresión al oído que un espectáculo por el que pagar una entrada. Aunque poco a poco mejoró, hacia la mitad del show alguien sugirió ir a ver a Jerry González a una sala cercana. "Para escuchar algo de música" dijo, y confieso que me lo pensé. Sobre las tablas Calamaro no había hecho mención alguna al considerable retraso y salvo aquellos que habían decidido amargarse la noche enredándose con las reclamaciones, los demás se dedicaban a vitorearlo y a corear su apabullante cancionero, y alguna que otra versión (Woman de John Lennon o Cuatro Rosas de Gabinete Caligari).

El argentino se los había metido en el bolsillo. Marta, Clara y Jonás bailaban y cantaban y la espera a la que habían sido sometidos formaba parte de un pasado ya olvidado. Al final habrá que concluir que, como Mitterrand, Andrés Calamaro conoce el poder de la espera.

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