Desdicha de España

Esta indignidad moral, esta cobardía atávica, son nuestras señas de identidad

En estos días vergonzosos y vergonzantes, en los que se prepara una suerte de desmantelamiento institucional, de pulverización de la separación de poderes poniendo el judicial a los pies de los caballos, y una enmienda a la totalidad del régimen surgido tras la dictadura, resulta alarmante la pasividad y tragaderas de una mayoría social abrumadora. Todo sigue, hasta su consumación, como si no pasara nada y fuese la cosa más normal del mundo. Partidos políticos y representantes institucionales, jefatura del estado y altos cargos, funcionarios, empresarios, ciudadanos y trabajadores; todos están a verlas venir, sin mover ni un dedo. Que el aspirante a presidir de nuevo el país sea un mentiroso compulsivo, un truhán sin principios ni ética alguna, capaz de cualquier cosa por mantenerse en el poder –en el sentido maquiavélico y sicópata más acentuado–, nada importa. Los mismos militantes que le aplaudieron su alocución de hace unos pocos años –o incluso hace escasos meses– lo hacen ahora con la misma fruición, siendo el contenido de su discurso radicalmente opuesto. Donde dije digo, ahora digo Diego. Es el colmo del sofismo ante un auditorio de imbéciles, o de sinvergüenzas consumados. El líder, el impostor exacerbado, los trata precisamente así; como a un rebaño de individuos sometidos y adocenados. Pero nada de esto es nuevo. La ausencia de principios y el servilismo son consustanciales a nuestra idiosincrasia más profunda. Tras la muerte del dictador, de la noche a la mañana, sus más fieles acólitos se tornaron en demócratas. De súbito, pasamos de la oscuridad al progreso. Fue tan sencillo como quitarse un traje sucio y ponerse otro limpio. Los mismos fascistas que levantaban el brazo, en la empresa o la administración pública, en un tris, con una instantaneidad carnavalesca a la manera del Mortadelo de Francisco Ibáñez, ya eran tolerantes y progresistas, demócratas de toda la vida. El hambre es muy mala y los intereses personales, más o menos espúrios, pasan por encima de todas las ideologías o principios. Cuando Sánchez caiga, los mismos que ahora le aplauden le pisarán sin miramientos, lo despreciarán como apestado, y se arrimarán al líder recién llegado. Como Groucho, abrazarán los principios y discursos que toquen, por disparatados, irracionales o letales que sean, para mendigar de nuevo la prebenda, el calorcito del pesebre. Esta indignidad moral, esta cobardía atávica, son nuestras señas de identidad como pueblo. Somos unos mierdas y unos genuflexos.

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