Entre las distintas familias que conforman el Realismo artístico, el Naturalismo se desarrolló en la segunda mitad del XIX y se prolongó hasta bien entrado el XX. Coexistió con el Impresionismo y, en cierta forma, supo aprovechar los hallazgos coloristas de éste, pero manteniéndose siempre fiel a una tradición velazqueña de firme dibujo y severa construcción espacial. Artistas como Repin, Sargent, Boldini, Zorn, Casas o Sorolla, por citar solo unos pocos de los más sobresalientes, militaron en un movimiento internacional que acaparó reiteradamente los laureles de los salones oficiales, de la crítica y del éxito comercial, desviándose algunos de ellos en determinados momentos hacia temáticas mundanas, especialmente en determinado tipo de retrato. El Naturalismo fue evolucionando hacia una mayor singularidad y estatura técnica y estética en la medida en que, poco a poco, fue descubriendo la inmensidad de Velázquez, el más grande naturalista de la historia. El Naturalismo, por influencia de Velázquez y de los impresionistas, colocó siempre el caballete ante el motivo, interior o exterior, y practicó una pintura tomada directamente del natural. Esta disciplina de trabajo obliga a un entrenamiento mental y visual muy intenso, que permite desarrollar grandes facultades para captar la esencia de una realidad en cambio o movimiento. En tiempos más recientes, obras como las de Antonio López y los Realistas madrileños son, en cierta forma, continuadoras del espíritu naturalista u objetivista, por usar un término más cercano a su poética expresiva. En un contexto de contaminación de la imagen fotográfica en buena parte de los hiperrealismos de hoy, es un hito -y un sello que marca una importante diferencia- mantenerse fiel al método de trabajo naturalista, siempre frente al motivo, en comunicación poética y estética con él. La imagen fotográfica vulgar muestra una visión muy parcial, reducida y pobre, de la inmensidad de la realidad. El objetivo de la cámara no ve igual que el ojo humano. La pintura del natural, por tanto, exige un proceso de captación poética de la esencia a la que el artista se ve arrastrado; ha de escoger, entre todas las sugerencias de un mismo motivo, aquellas que sacian su emoción y le llevan al deleite ensimismado, profundo y verdadero. En su monografía de 1904 dedicada a Velázquez, August Bréal afirma que “no sabe inventar, necesita siempre tener delante el natural y esa es su mayor fortaleza”.

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