CUANDO ya han transcurrido más de cinco años desde el 15-M, cabe concluir que aquella ola de indignación, en principio huérfana de etiquetas y aglutinadora del sentir mayoritario de la ciudadanía, esencialmente sólo ha derivado en una nueva opción partidista, encabezada y liderada por Podemos, de perfil marcadamente antisistema.
Lo que nació como un grito frente a los desgarros de la crisis y la nula sensibilidad de una casta política inútil y corrupta, desemboca en la propuesta de un universo alternativo, provocador en el peor sentido del término, propenso al insulto, rígido y estanco en sus rancios postulados.
De su ideario, plagado de tópicos buenistas, destaca la ausencia de la palabra libertad. No es casual, por ejemplo, la presentación, en la anterior y brevísima legislatura, de iniciativas destinadas a "limitar" la libre información. Con ellas, aun simbólicas, Podemos quería "despejar toda duda" sobre su proyecto.
Tampoco, el permanente desprecio a las ideas del otro: así en la galaxia podemita los ricos son siempre unos canallas que aplastan al pueblo; los católicos, una secta extirpable que alienta el machismo y la pederastia, colabora en el sostenimiento de una estructura insolidaria y contribuye, con sus supercherías, al atontamiento de las masas; la familia, un invento alienador al servicio de la pervivencia de valores reaccionarios; la democracia constitucional, un engañabobos que oculta la suprema validez de la gestión asamblearia; la monarquía, una institución obviamente guillotinable; Europa, un lupanar de mercaderes sin corazón; los defensores de las tradiciones, como la tauromaquia, unos asesinos sedientos de sangre, desconocedores de la sacrosanta igualdad animalista; los ancianos en fin -¿para qué seguir?- unos necios sin cerebro ni criterio que apuntalan soluciones deleznables.
La igualdad, el progreso, la sostenibilidad y la felicidad de las personas, objetivos fantásticos que dicen propugnar, son por supuesto imponibles, no encuentran más vía que la que ellos señalan y autorizan a ridiculizar, injuriar y cercenar cualquier discrepancia.
En ésas andamos. Con éxito todavía mensurable, avanza una extraña mutación histórica: de la libertad sin ira, sobre las que nuestros mayores supieron construir una España vivible, transitamos hacia la ira sin libertad, una consigna gélida y caduca que, recuérdenlo, otrora llenó esta nuestra mísera tierra de yermos y malditos cementerios.
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