HACE años que Rafael Nadal traspasó la línea que separa la condición de deportista triunfador de la instalación en el Olimpo de los mejores tenistas de la historia. La primera le convirtió en el yerno soñado por todas las madres de chicas casaderas, que es un título tan efímero como las victorias que esporádicamente alcanzan muchos artistas y profesionales del deporte. La segunda, por el contrario, resulta privilegio de unos pocos.

Muchos son, en efecto, los llamados a la gloria temporal, con sus secuelas de popularidad y dinero, pero pocos los elegidos a permanecer entre los grandes más allá de las modas y los impactos mediáticos. Ya vemos con entera normalidad que se hagan encuestas preguntando si Rafa Nadal es el mejor deportista español de la historia y se le buscan comparaciones con los más brillantes tenistas de todos los tiempos y de todos los países, mientras él se sonríe con su cara de avispado niño bueno, se acuerda de todos los que le han ayudado a llegar donde está y da gracias a la vida por lo mucho que le ha dado. Como si él hubiera puesto poco de su parte...

Creo que esto es lo que le hace más singular: la extremada sencillez con que encara cada hito de su extraordinaria trayectoria. Habituados a que cualquier cantamañanas que gana un título casi por azar se crea el rey de la tierra y exija el vasallaje universal correspondiente, Nadal, que ya lo ha ganado casi todo y más de una vez, no se ha endiosado, ni mira a la gente desde un pedestal ni se ha emborrachado de éxito y prepotencia. Y eso que acaba de cumplir 25 años, una edad a la que uno tiene perfecto derecho a la vanidad y el egocentrismo. También resulta ser una edad en la que casi nadie ha madurado lo suficiente como para saber ganar y saber perder. Él sí sabe conducirse en la victoria tanto como en la derrota. Su madurez intelectual y emocional se prueba en cada torneo, gane o pierda.

¿Qué decir de su afán de superación? Es lo que le hace un ejemplo intergeneracional. Nadie le ha regalado nada. Todo lo ha conseguido con su esfuerzo, sacrificio, constancia y trabajo. Ni nos podemos imaginar cuántos jóvenes deportistas han malgastado un talento natural semejante al suyo por no sufrir, no entrenarse, dejar que la comodidad o la negligencia interfieran en su carrera o, simplemente, por permitir que los requerimientos vitales de la edad joven en una sociedad conformista, anestesiada y satisfecha carcoman su ambición. Sólo así ha podido superar los embelecos del dinero y la fama, las lesiones, la ruptura familiar y los altibajos del ánimo.

Rafael Nadal, he aquí un ídolo que no tiene los pies de barro. Lo demuestra cada día y lo demostrará cuando el tiempo devorador le traiga la decadencia inevitable. Ya verán.

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